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71. Accésit AMAS. Á.H.

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DISTINGUIDO CON ACCÉSIT
ÁNGEL HERNÁNDEZ EXPÓSITO 
EN EL VIII CERTAMEN DE RELATO BREVE PARA MAYORES (1918),
CONVOCADO POR “AMAS”
(Agencia Madrileña de Atención Social)

EN LA APACIBLE SERENIDAD DEL OTOÑO
        
           Nunca supe su nombre. Tampoco se lo pregunté. Y lo más probable es que, de haberlo hecho, no hubiera obtenido respuesta. Tropecé con ella en el Centro de Mayores, tras el concierto que, a instancias de la Dirección, un grupo de amigos de la música acabábamos de ofrecer aquella tarde a los residentes. Permanecía inmóvil, anclada en su silla de ruedas, al abrigo de la amplia galería que seguramente aparecería soleada la mayor parte del día, pero que a la caída de la tarde se envolvía en sombras que apagaban los colores y hacían que el aire cargado de nostalgia invitara al sosiego y la reflexión. Sentí que algo en mi interior me invitaba a detenerme. Busqué acomodo en uno de los bancos de madera que de trecho en trecho, apoyados en la pared y orientados hacia las cristaleras, salpicaban la galería, y me dediqué a observar, a escasos metros de distancia, a aquella mujer.
Se trataba de una dama de avanzada edad, seguramente octogenaria. Su prestancia y serena dignidad, evidenciaban el equilibrio y la aprendida elegancia que proporciona la esmerada educación. Vestía larga falda negra, blusa camisera de seda blanca, oscura rebeca gris, zapatos cerrados de tacón bajo, y defendía sus hombros con una leve toquilla beige de punto que, imagino, algún día ella misma se entretuvo en tejer. Su espalda, algo encorvada por el peso de los años, parecía esforzarse por mantenerse erguida, como lo intentaba también su delgado cuello, en otro tiempo esbelto, elevando la barbilla hasta dejarla casi paralela al suelo de la estancia. El cabello, limpio y ceniciento, se recogía en un trabajado moño, casi perfecto. Los brazos, acomodados en ángulo recto sobre los apoyos laterales, remataban en delicadas manos de dedos sarmentosos, deformados en parte a consecuencia de la artrosis. En su perfil aguileño, recortado sobre la general penumbra, destacaban la afilada nariz y unos labios delgados, huidizos, paralizados en un rictus de sonrisa apenas insinuada. Las arrugas de su rostro y los surcos de su frente no eran tantos ni tan pronunciados como cabría esperar en alguien de su edad. Y de los ojos, quietos, pequeños y hundidos en sus cuencas, partía una mirada tranquila, que se perdía, distante, entre la fronda de los árboles que asomaban sus copas tras el ventanal.
¿Qué escondía tan serena inmovilidad? -pensé. ¿Qué pensamientos albergaría el cerebro de aquella anciana? ¿Qué imágenes pugnarían por mantenerse vivas en su cansada imaginación? Muy posiblemente ya no estuviesen presentes en su recuerdo experiencias inmediatas, como las vividas en las últimas horas, aquella misma tarde, y a su mente acudieran de manera recurrente antiguas vivencias especialmente gratas: los juegos de la infancia, el primer beso adolescente, las inocentes carantoñas y arrumacos del noviazgo, la torpe y sentida declaración de amor, la alegre experiencia de la boda, la confirmación del embarazo, el nacimiento de los hijos, las caricias dedicadas a los nietos… Recuerdos alegres, delatados en los ligeros movimientos, casi imperceptibles, que asomaban de cuando en cuando a la comisura de sus labios. Los malos momentos vividos habrían sido relegados al olvido: los desaires de la amiga desagradecida, la tristeza nacida del despecho, el desamor o la traición; los agobios económicos, la angustia ante el indicio de una presumible infidelidad, las situaciones de zozobra en la crianza de los hijos, el posterior desapego de estos, la preocupante ansiedad ante la aparición de los primeros olvidos, la sensación de impotencia, las horas de dolor y soledad consumidas en el hospital, la creciente e inevitable dependencia… Experiencias todas ellas dolorosas, que felizmente habrían ido desapareciendo de su memoria, sepultadas por el velo que se habría ocupado de extender un primitivo y saludable instinto de autoprotección.
En el tiempo que permanecí sentado en aquel banco, a escasos metros de donde ella se encontraba, cruzaron por delante de nosotros varios residentes y algún que otro cuidador. Apenas acusé su presencia, absorto como estaba en mi observación. Fueron solo unos minutos, pero especialmente intensos, suficientes para suscitar en mí una profunda reflexión y despertar mi espíritu, que desde hacía tiempo parecía dormitar. El ruido exterior, el ajetreo de las diarias ocupaciones, habían acallado en mí la conciencia sobre la verdadera dimensión de la condición humana y la percepción de su ineludible fragilidad.
Fue entonces cuando, desde el fondo de la galería, apareció, recortada al contraluz del sol que poco a poco se ocultaba, la silueta de alguien que, con paso lento e inseguro, se encaminaba hacia nosotros. A medida que se aproximaba, se revelaba la imagen con mayor claridad. Se trataba de un hombre que se movía con evidentes limitaciones pero con manifiesta decisión. Cubría su avanzada calvicie con una boina negra. Sus ropas, tan limpias como gastadas, resultaban excesivamente amplias y evidenciaban el desarrollo de la paulatina e inexorable decrepitud. Sostenido en su bastón, se esforzaba en caminar. Su clara determinación suplía con esfuerzo la debilidad de las piernas fatigadas. A medida que se aproximaba, pude reconocer en él la imagen de un venerable anciano. Su serenidad, su pulcritud, su gesto afable y relajado… infundían verdadero respeto. Todo en él invitaba a la confianza. Puede que sus músculos estuvieran doloridos o que su espíritu sufriera la zozobra e inseguridad que acompañan la inevitable decadencia, pero nada de ello se evidenciaba al exterior. ¿Amor propio? ¿orgullo? ¿reciedumbre de carácter? ¿resistencia a la resignación? Factores todos ellos que estarían, sin duda, sirviendo de ayuda; pero lo que tuve la fortuna de presenciar poco más tarde me confirmó dónde cobraban renovado aliento sus gastadas energías, cuál era en realidad su verdadera motivación.
No más de un minuto –que a él se le debió de hacer interminable- le llevó alcanzar la silla de ruedas donde esperaba, ajena a cuanto la rodeaba e inconsciente de su soledad, la que seguramente desde hacía tiempo, puede que durante toda una vida, había sido y continuaba siendo su compañera. Al llegar donde ella se encontraba, colgó con cuidado el bastón en el respaldo de la silla. En ese momento advertí que mi presencia no le había pasado desapercibida: volvió la cabeza y me dedicó una mirada cortés que entendí cargada de agradecimiento a quien, en el tiempo en que se había visto obligado a ausentarse, había de algún modo aliviado con su presencia la amarga sensación de abandono.

Tuve entonces el privilegio de presenciar un gesto conmovedor que gratificó sobradamente el tiempo y atención que les había dedicado: el anciano se inclinó hacia su compañera; colocó con suma delicadeza los dedos de su mano derecha en la barbilla de la anciana, al tiempo que con su mano izquierda le tomaba en suave caricia la nuca descubierta; le musitó al oído unas palabras que desde la distancia en que me encontraba no fui capaz de percibir, y estampó en su frente un sentido beso cargado de ternura, respeto y complicidad. Entonces mi curiosidad se tornó en admiración y entendí cuán acertado resultaría traducir el fugaz mensaje susurrado al oído de la dama, con las palabras que, en uno de mis poemas, el enamorado dedica a su amada en encendida declaración:
"Es quien quiero la niña de mis ojos;
si alguna vez los ojos me pidiera,
seguro estoy de que, loco de amor, yo se los diera.”
Se situó luego tras la silla, levantó el calzo de los frenos, atenazó con sus huesudos dedos las manillas y, tras girar sobre sí mismo, empujó con sus menguadas fuerzas hacia el extremo del corredor. A medida que avanzaban, la imagen de ambos se fue desvaneciendo, fundida en la oscuridad de la sala que, al fondo de la galería, daba acceso a las dependencias de los residentes.
Yo permanecí aún algunos minutos en aquel lugar, con la mirada hundida en las últimas luces del atardecer, mientras degustaba en mi interior el sabor agridulce de una experiencia única, sorprendente y vivificadora, que difícilmente podré llegar a olvidar.




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