67. POR TIERRAS DE COLOMBIA (VI)
El Tuparro |
Muchos son los lugares hermosos como el que
eligió la familia Arana, (familia que esclavizó a muchas personas para obtener
la “sangre blanca” de los árboles o caucho), unos vírgenes y otros también manchados
de sangre, debido a la guerra de la independencia colombiana. El Parque Natural
El Tuparro, "donde las sabanas coquetean con el infinito", es uno de
ellos. Bañado por el Orinoco y sus afluentes, el parque es una inmensa llanura
que cortan los bosques siguiendo los cursos de los ríos.
El sabio Humboldt,
allá por el 1800, quedó impresionado por la belleza del lugar y narra
emocionado "cómo en las márgenes del gran río millones de tortugas
desovaban en las orillas, bandadas de corocoras y garzas opacaban el sol y, de
vez en cuando, un tigre se asomaba al paso de los viajeros”. Habitan en él más
de 320 especies de aves.
La magia del parque reside, sin ninguna duda,
en “el entramado armónico de la vegetación y sabanas”. Y como no, el Raudal de
Maipures, a quien el mismo Humboldt llamó "la octava maravilla del mundo".
A lo largo de seis kilómetros, el río se encabrita como una fiera y las piedras,
redondeadas por el tiempo y el agua, impiden la navegación. La voz de sus aguas
bravas se escucha en la lejanía, como, en otro tiempo las oyeron misioneros y
buscadores de oro que iban tras el mítico mundo de El Dorado, representado en
el Museo del Oro de Bogotá, leyenda que conoció Europa de boca de descubridores
españoles. El Dorado se creía un legendario reino o ciudad, se supone ubicado
en el territorio del antiguo Virreinato de Nueva Granada donde se aventuraba que
había gran cantidad de minas de oro.
Balsa muisca del Zipa |
Surge la leyenda en el siglo XVI cuando
los conquistadores españoles tienen noticia de una ceremonia realizada en el
altiplano cundiboyacense donde un rey o cacique –el Zipa– se cubría todo el cuerpo con oro en polvo en las
cercanías de la laguna de Guatavita,
donde decían había grandes riquezas en su fondo. En la ceremonia de proclamación
del nuevo cacique “... en la laguna de Guatavita,
se hacía una gran balsa con juncos y aderezábanla lo más hermosa posible con
riquezas, esmeraldas y oro....” Todos tiraban joyas y oro a la laguna y el Zipa –en un rito de purificación– permanecía
en el fondo de la laguna un tiempo prudencial y salía ante la alegría y vítores
de su pueblo. Había dejado un tesoro de oro y esmeraldas en el fondo de la
laguna como obsequio a los dioses y que había llevado en la barca de juncos,
acompañado de los indios más importantes. Se hicieron varias expediciones, sin
resultado alguno. Pero la historia de
estas grandes riquezas en Hispanoamérica se inicia en Panamá cuando en el interior
del istmo, las tropas de Vasco Núñez de Balboa se cruzan con indígenas muiscas
de la tribu del indio Comagre, del cual reciben esclavos y algo de oro. El
reparto del mismo entre los soldados, produjo una pelea entre ellos inconformes
con la partición.
¡Laguna
Guatavita,
sagrada
entre los Chibchas de la época!
El Zipa
allí se cita,
y su
riqueza apoca
al resto
de los chibchas que convoca.
El Zipa
o Cacique
–de oro
en polvo, su cuerpo recubierto –,
a sus pies, cuando indique,
un tesoro abierto
de esmeraldas y oro, al descubierto,
esparcen
por el suelo
a los
pies del cacique; y será guía
y jefe
que, con celo,
desde,
ese mismo día,
poseerá fuerza y sabiduría.
Y el
tesoro que el Zipa
descendiera
con él a la laguna
y su
atuendo equipa,
y expedición
alguna
descubrió
en fondos o espesura.
Y fuera
Guatavita
origen
de la leyenda de El Dorado.
La
búsqueda suscita
sin
ningún resultado:
solo en la Leyenda se ha consignado.
Raudal Maipures |
Así narra La
Vorágine el origen del bello Raudal de Maipures: "Érase la indiecita Mapiripana.
Exprimiendo las nubes formó los ríos de la selva. Como era una bruja fue
enviado un misionero para quemarla viva. Pero al verla, se enamoró de ella y
tuvieron mellizos horribles: un vampiro y una lechuza. Desesperado el misionero
huía, pero la indiecita enfurecía los ríos y formaba raudales. El misionero
saltaba a tierra. Haciendo un esfuerzo supremo Mapiripana logró crear el raudal
de Maipures, el más poderoso del Orinoco. No pudiendo cruzar el misionero regresó
y murió al lado de su amada y de su extraña prole".
Al viajero le
causaron, así mismo extrañeza los llamados "orinocómetros", es
decir, grandes piedras, redondeadas por la erosión de cientos de millones de
años y que se acumulan, bellamente dispuestas, a orillas del raudal Maipures y
en la desembocadura de río Tuparro en el Orinoco. Las piedras marcan las crecidas del río.
Victoria Regia |
En la segunda parte de la novela La Vorágine, el autor, dirigiéndose a la
selva, escribe estas sentidas palabras:"Tú eres la catedral de la pesadumbre,
donde dioses desconocidos hablan a media voz, en el idioma de los murmullos,
prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso,
que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles
el hundimiento de los siglos venturos. Tus vegetales forman sobre la tierra la
poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden darse tus
ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el
dolor de la hoja que cae. Tus multísonas voces forman un solo eco al llorar por
los troncos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérmenes apresuran
sus gestaciones. Tú tienes el río de la creación. No obstante, mi espíritu solo
se aviene con lo inestable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad, y, más
que a la encina del fornido gajo, aprendió a amar a la orquídea lánguida,
porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión". Es el
anonadamiento del ser humano frente a la eternidad de la selva. Era una hermosa
explicación. El viajero envidió al autor de la novela, no solo por lo que en
ella escribe, sino por lo que en la misma vivió.
El viajero no conocía la selva como el autor
de la obra o sus personajes: Don Clemente Silva –que pasó años buscando a su
hijo Lucianito en las explotaciones de caucho hasta que sus piernas ulcerosas
criaron horribles gusanos–, Cayeno o Pipa.
Pero podía imaginar esa eternidad de la Amazonía frente a la fugacidad de la
vida humana. También el viajero ha llorado buscando un amor esquivo. Ha sentido
la soledad–ese pozo sin fondo donde se instala el infinito o la nada, esa noche
interminable en que solo el insomnio le acompañaba–. Ha sufrido la tristeza de
estar al lado de la persona amada y estarle vedados el abrazo o la caricia. Y,
al escribir estas últimas palabras, fue consciente de lo efímero de algunos
sueños, de algunas realidades.
El
Amazonas. Tú eres río que llevas "la firma de Dios sobre el continente
americano". La puesta del sol sobre ti Amazonas –rey de los ríos–, es algo
que nadie que la haya contemplado, puede olvidar, como no se olvidan las
leyendas. Y dice una de ellas –que tú bien conoces–, que la maravilla de la Victoria Regia –una planta cuyas hojas
circulares alcanzan más de un metro de diámetro y vive en tus aguas–, surgió de
los repetidos lanzamientos de una niña indígena en busca del reflejo de la luna
en el agua. Y recordó el viajero al niño que quería hacer una escalera para
traerle a su madre la luna, y la que el niño contemplaba en el pozo, y la que
él imaginó jugando con pañuelos azules de cristal en la luna de marzo, con sus
alumnos.
Pero el viajero odia las serpientes y le
producen pavor los ríos como el Amazonas, fobia que tiene desde que era niño.
No posee alma de aventurero. Aquella selva intrincada, llena siempre de peligros.
Es bella, pero perversa.
Sin embargo, el viajero fue capaz de dirigirse
con estas palabras, a un cañón muy especial y a otros lugares: “Presente estás
en la memoria de todos los colombianos y, desde ahora en la mía, tú, Cañón de Araracuara, "el balcón del
diablo". Allí tuvo su asiento durante muchos años el tristemente célebre
penal, del cual pocos presos escapaban y, si alguno de ellos lo lograba, era
devorado por la selva, y tú vigilabas. Tu río, el Caquetá, sale bravío del cañón y forma olas como si fuera un mar
peligroso y muy bravío. Pero los atrevidos pescadores lanzan la caña a tus
aguas desde el extremo de una rudimentaria pasarela de palos entrelazados que
se interna en las fauces mismas de tus rápidos que siempre infunden pavor a
quien no está acostumbrado.
Tú acoges "El santuario de los indios
cabiyaris", Túnel del Apaporis,
allí donde te adornas con raudales como el Jirijirimo.
Tu río transita por un túnel, labrado por ti mismo. Y tu anchura anterior que
alcanza cientos de metros se reduce a cinco o seis. Las paredes de esta, tu angostura
de color negro brillante, acoge millones de golondrinas migratorias que vienen
de Norte-América. Esas aves que –según dice la leyenda– arrancaron las espinas
de la corona de Jesús y por ello son tan hermosas. Viste tu río una planta de
trenzas largas y verdes llamada "caruru", que realza la belleza de
tus rápidos.
Tú eres el típico caño de selva
amazónica, Caño Paujil –"río de ébano de la selva colombiana"–, con
tus cascadas y tus rápidos, tus aguas negras y brillantes, ricas en tanino y
otros ácidos. Los pinceles de tu naturaleza colorearon cascadas azules, blancas
y rubias como los cabellos de una bella dama que bebieran el sol o los abanicos
con los que bailan los japoneses esas danzas tan originales.
Civilización Megalítica de San Agustín |
El Estrecho
del Magdalena, tú, gran río colombiano, que niño aún, vienes aprisionado en
profundos cañones que fueron admiración de la Civilización Megalítica de San Agustín. No es tu lecho muy ancho
cuando bajas del páramo, pero sí bravío y encabritado. Has recibido varios
afluentes, uno de nombre tan sonoro como Quebrada
de Lambeldulce, que nace en la Laguna
de Santiago, muy cerca de la tuya, río Magdalena. Bruscamente –cuando alcanzas la llanura, que no
abandonarás hasta morir en el mar, en Bocas
de Cenizas, en Barranquilla–, te
estrechas, y ofreces a los más osados el salto de su vida, de roca en roca, separadas
hasta cuatro metros una de otra, mientras
abajo, el agua se revuelve ante la mirada de una estatua de la Virgen que
preside el escenario. Desde el Estrecho, Magdalena, en adelante no serás más un
río niño travieso y te dispondrás a regar el corazón de Colombia y, también, a
recibir alguna que otra puñalada de la contaminación. Te contemplé en Tolima
donde tus aguas son turbias de lodo y me infundiste pavor.
Tú, La
Cascada del Indio, eres "la cascada del corazón", porque un gran
corazón forma el agua en una cascada, un descenso desde el piedemonte llanero a
la selva, en el departamento de Putumayo, uno de los más bellos de Colombia.
Eres cascada metida en el cuenco de montañas, y formas un corazón bivalvo, cuya
blancura contrasta con la roca negra, y eres de especial belleza entre tantas
que enriquecen el Putumayo, ese río que conoció la injusticia de los dueños del
caucho.
A ti te recuerdo, Angostura de Caquetá, "laberinto de remolinos traicioneros”.
Eres río, el río de los cañones. A lo largo de varios kilómetros te encañonas y
tus aguas parecen tranquilas, pero traicioneros remolinos circulares, ocultos
bajo tu superficie, emergen de repente y se desplazan por tu cauce, siendo
tumba de algunos arriesgados y de embarcaciones. Hacia la mitad de tu Angostura,
tu cascada cae directamente de tu curso, mientras “las vocingleras guacamayas”
recorren, a menudo, tu cañón, poniendo bellas pinceladas de color –mucho más
armónico que sus roncos cantos–, y tu caudal forma los hermosos abanicos de plata.
Todos estos lugares son espacios protegidos,
dignos del mejor de los pinceles, del mejor de los poetas, donde el tiempo no
existe porque es eterno, donde el agua se hace vida, y el silencio habla a
través de las estrofas de plata y multicolores de los cursos fluviales. Donde
la piedra esculpe la eternidad y a los farallones les crecieron fuertes e hirsutos
cabellos verdes en las altas planicies. Donde el paisaje tiene alma y sonrisa
verde, donde el silencio tiene voz y la voz enmudece. Vigny, en su obra La mort du loup, dice: Seul le silence est grand, le reste est faiblesse.
(Solo el silencio
es grande; todo lo demás es debilidad).
ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
Maestro,
profesor de Filosofía y Psicología
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