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64. Por tierras de Colombia (IV)

                                  LA CIUDAD PERDIDA



Tiene Colombia sus “ciudades encantadas” esculpidas en la roca, como lo es la de Cuenca, en España, o la menos conocida de Los Enebrales, en Guadalajara, que tantas veces ha visitado el viajero y le trae recuerdos felices. Siempre que iba a ver a un amigo Marino, de Majaelrayo, hacía una parada para rezar a la Virgen de los Enebrales.

El viajero quiere hablar de lugares de Colombia, pero imaginando que soñaba. Los sueños, a veces, se hacen realidad. Y el paisaje del desierto de Tatacoa –en realidad es un  bello y seco bosque tropical–, donde el silencio grita al alma, es una visión que jamás puede olvidar aquel que ha tenido la suerte de haberlo contemplado, aunque sea una sola vez.

 
Tatacoa










Tatacoa (o Valle de las Tristezas, nombre que le puso el conquistador Jiménez de Quesada) llaman en esta zona a la serpiente cascabel, animal que el viajero es incapaz de contemplar salvo en los Zoos o en la tele. Sentiría un pánico paralizante encontrarse cerca de ella. Es una fobia que tiene no superada a las serpientes desde su más tierna infancia. Pero son un sueño para él las filigranas que la naturaleza ha esculpido en dos colores diferentes, gris y rojo, con el silencio eterno que ella labra. Una experiencia inolvidable. Un sueño que es realidad como tantos otros. Esos de los que se ha escrito que son lo mejor y lo más dulce de nuestra vida. Mucho más. Sueños, en los cuales, somos en verdad nosotros mismos.

Ha sido la erosión –el buril más poderoso–, y el agua de las lluvias transitorias las que han labrado cañones secos, monjes orando o monolitos con figuras enormes de troncos de árbol a los que han crecido en el corte superior arbustos y hierbas –hirsutos cabellos agostados por el calor–. Y en la base, robustas raíces petrificadas, cobijo de serpientes, escorpiones y aletargados lagartos, así como ardillas, mientras el águila es la dueña de los cielos, planeando sin descanso en busca de presa con que alimentarse.

En la silenciosa planicie, también  habla al viajero en sueños la voz espinosa de cactus y el algodón silvestre. Uno de los cactus –apiadándose de él–, le ofrece sus bayas comestibles, algunos alcanzan hasta los cuatro y cinco metros de altura, ante los cuales  se siente como un ser muy pequeño.

En sueños le visita Fray Juan de Santa Gertrudis Sena, con su hábito de monje, que estuvo en ese lugar. Fraile franciscano, nacido en Mallorca, fundó una población en el Putumayo (Agustinillo), recorrió Bogotá y, admirado por la naturaleza, escribió una obra en cuatro tomos: Maravillas de la Naturaleza, clave en el XVIII para conocer aquellos lugares, frente a los escritos oficialistas.

Tatacoa, serpiente venen

      –Yo estuve hace siglos por aquí. Eran tanto el calor, que, enterrando un huevo en la  arena,  se cocía– dijo el franciscano.
–Eso también lo he visto yo –le dijo el viajero– en la Montaña del Fuego, en Lanzarote.
–¡Ah! ¡Las Islas Canarias! –dijo Fray Juan– yo me hospedé en la Torre del Conde, en la Gomera. Hace ya tantos años...
–Yo también la conozco– le dijo el viajero.
Pero él, dejándole con la palabra en la boca, como si alguien le hubiera llamado o tuviera mucha prisa, dijo:
–Adiós. Que disfrutes del paisaje.
  Fray Juan
Y desapareció el fraile con la misma rapidez que había aparecido momentos antes.

Al fondo, las montañas de la cordillera Central de los Andes, de un azul casi violeta, parecían sustentar enormes masas de nubes que dibujaban extraños rostros que hablaban en silencio. Y una de esas caras le sonreía. Era la del buen Fraile Juan de Santa Gertrudis que, alzando su mano se despedía del viajero, desapareciendo entre las nubes y dejando una estela de cálida luz muy blanca.

Pero la ciudad encantada por antonomasia es la Ciudad Perdida, también La Ciudad de Piedra, un conjunto de centenares de rocas cuyas formas caprichosas y fantásticas (por las noches fantasmagóricas) representan animales, monstruos, engendros y figuras oníricas, como si la naturaleza hubiera esculpido el subconsciente de la tierra.

Ciudad Perdida
 El tiempo, el agua y el viento son los maestros que esculpieron tales maravillas. Dejaron enormes aberturas en la roca, como la llamada Puerta de Orión que le ofrece aspectos singulares, con sus dos macizas columnas labradas y su imponente dintel. Y sin embargo, vista por detrás, parece un pétreo dinosaurio que hubiera permanecido allí miles y miles de años.

Escucha una voz. Es Nancy que le llama. De pie en el dintel, vestida con una túnica blanca que el viento mueve como si fueran olas. Su cabello largo juega con  la noche.  Ella sonríe. Continúa el sueño.

En el suelo virgen, de extensos pastizales y escasa vegetación, un cacique tiene de la mano a una india muy guapa. Y como en  una película le van enseñando la Ciudad Perdida, Los Tunales o Ciudad de Piedra, las Murallas que  parecen tales y le conducen a la Edad Media, La Puerta de Orión y los Puentes Naturales, en los que su imaginación se confunde con la ciencia, aunque el viajero está seguro que entonces no existían oficinas de ingenieros que firmaran los planos de los tres perfectos puentes con todos sus elementos, como piensan los colombianos estudiosos de esos lugares. Y es posible que nada mejor se puede hallar que la naturaleza.

Ciudad Perdida     

Ciudad de Piedra
Puerta de Orión

      El cacique, muy satisfecho le enseña esas definidas manzanas de una ciudad, perfectamente alineadas y avenidas de impecable trazado. Fenómeno natural del que las gentes de la región hablan y dicen que tienen una autoría extraterrestre, cosa no probada.


–No es cierto que esto lo hayan hecho los extraterrestres. 
Mi pueblo –dijo el cacique– vivió aquí siempre y nadie nos invadió. Todo lo que ves ha sido un regalo de la naturaleza y de nuestros dioses.
–No lo dudo– contestó el viajero.

Y era cierto. Él solo contemplaba aquella maravilla natural que nunca hubiera imaginado que existiera. Estaba en un lugar donde la fantasía y realidad eran lo mismo.
La india que estaba con el cacique sonreía. Tenía un cabello negro, algo ondulado y largo. Sus ojos profundos y misteriosos remitían solo a un mundo de belleza original, que guardaba la hermosura de aquel lugar.
El viajero contempló con mayor atención a aquella hermosa india que acompañaba al cacique.
–Es muy linda su esposa– dijo– porque verdaderamente lo era, pero tenía algo que le recordaba haberla visto antes.
–Gracias –contestó el cacique– hablando en su lengua y el viajero lo entendía en la suya.
–Esta tierra parece un paraíso.
–No solo parece. Lo es –dijo el cacique–-. Mi pueblo lo sabe muy bien. Somos indios guayaberos y estos pastos en los que ahora dicen predomina  el Andropogon bicornis...
–¿Cómo dice?
–Sí. “Hombre de barba de dos puntas”.
–Pero eso es latín,  griego– dijo el viajero.
–Sí. Estás soñando. Y en los sueños todo es posible –dijo el cacique sonriendo–. Mi pueblo desapareció. Yo soy su espíritu. Y no abandonaré este lugar mientras haya hombres que lo visiten y lo admiren.
–Entonces nunca desaparecerá– dijo el viajero.
Y tras un breve silencio…
–¿Siempre fue suyo este lugar? –preguntó a aquel ser extraño que acompañaba sus sueños.
–Sí. Pero comerciábamos con otros pueblos, si quieres te acompaño a la Ciudad Perdida de los taironas.
–Gracias. Me gustaría mucho verla –le dijo entusiasmado y deseoso de seguir rastreando la historia.

Ciudad Perdida
La india que acompañaba al cacique le sonrió de nuevo. Una luz iluminó su rostro y, por un momento– como en un truco de magia–, el cacique desapareció y la india le dio la mano. Al atravesar la Puerta de Orión, sintió que aquella mano era muy conocida para él. Que el aroma que desprendía su cuerpo también le era familiar. Pero no estaba seguro de quién era. En la noche su rostro brillaba, su vestido blanco se ondulaba y era suave como la seda.

–Continuemos– dijo la mujer que acariciaba su mano y caminaba a su lado.
El silencio solo duró unos segundos o eso le pareció al viajero. Llegaron a un lugar que nunca había visto antes. La piedra era un homenaje a la naturaleza, sabia maestra.
–Mira–le dijo–. Esta es la Ciudad Perdida que guarda parte de la grandeza de mi pueblo y de Colombia. Al amparo de la Sierra Nevada de Santa Marta...
–¿Sierra Nevada?– preguntó.
–Sí.

El viajero había contemplado como se refleja en ella el sol. Era espectacular como ninguna otra que él hubiera visto. Tenía una luminosidad singular. Sabía que había una laguna llamada Naboba, y, al menos, alimentaba treinta y seis ríos. Entre ellos: Cesar, Ranchería, Palomino, Don Diego, Guatapuri, Fundación, Aracataca, nombre, así mismo, del pueblo donde nació García Márquez...

Sierra de Santa Marta

–Sé qué estas pensando –dijo su acompañante–. Sí, es la montaña litoral más alta del mundo y brilla más que ninguna otra. Y son cuatro los pueblos aborígenes que la habitan: los arhuacos o ikas, los wiwas, los kogis y los kankuamos. Unos treinta mil en total.

Laguna Naboba y frailejones.

–Me pareció la más bella del mundo por su perfección y su luz– afirmó convencido, sin temor a equivocarse, el viajero.
–Sí. Te decía que a su amparo, millones de años después de darse una combinación de fauna y flora, favorecida por el clima, aparecieron los indios Taironas. Encontraron un gran amparo en una vegetación protectora y formaron una de las comunidades más valiosas de la prehistoria e historia colombianas. Yo sé que tú has leído sobre ellos y sobre lo que verás.
El viajero conocía el tacto de esa mano que tantas veces había acariciado. No sabía si soñaba o era realidad todo lo que veía. Sin embargo, continuó la conversación.
–Sí –dijo– las tribus de los arahuacos y, sobre todo, los taironas, cuyos descendientes los koguis son los que viven ahora en la Sierra.
–Es muy bello este lugar. ¿No te parece? –dijo ella–. La naturaleza ha sabido respetar el paisaje y ofrece  la magnificencia de una gran fortaleza de grandes piedras y enormes muros. Una ciudad como cualquiera otra de la Edad Media si se tiene fantasía. ¿La tienes tú?
–Sí–contestó–. Además he leído que los arqueólogos quedaron impresionados cuando iban apareciendo por todas partes, tan pronto se despejaban la malezas y se removían las capas de humus, algunos muros de  grandeza sobrecogedra, espectaculares por sus dimensiones, escalonamientos y altura. ¿No es cierto?
–Sí. Como aquellos muros. Pero son de admirar las escaleras y las terrazas que dejaron los Taironas en la Ciudad Perdida– le contestó.
Yo las había visto ya –le dijo el viajero–. Demuestran una gran cultura urbanística, arquitectónica y social. Era un pueblo de granjeros y arquitectos y buenos comerciantes.

No sabía el viajero donde había aprendido cuanto decía. Pero, a veces, ha realizando en sueños un examen de materias estudiadas: Filosofía, Historia, Literatura, cuya temática creía desconocer donde la había aprendido. Pero, al despertarse, no podía recordar lo soñado sino que había sido un examen magnífico. Que podría haber escrito un artículo maravilloso de haber recordado cuanto en sueños dijo. 
–Socialmente, estaban muy bien organizados estos pueblos– dijo ella.
Bohío tairona
Y así era. El viajero lo sabía.

–Efectivamente. He leído que los naomas, supremos sacerdotes, mandaban en lo político y social; y en lo militar, los caciques. Por cierto ¿era un cacique el que estaba contigo en aquel paisaje tan parecido a este? Oí que era un indio guayabero. Te vi en la puerta de Orión y luego, cuando la india me dijo que la acompañara, fuiste tú quien me dio la mano. ¿Acaso estaba soñando?
–Estabas soñando.
–Llevabas un vestido blanco precioso y la brisa jugaba con él formando olas con la tela. Estabas muy guapa, bueno, muy linda, con la melena suelta, brillante, y una sonrisa especial, de ángel.
–Y ¿dónde estaba?– preguntó.
–En la puerta de Orión, sobre el dintel.
Indio tairona 
                           
–Estabas soñando.
–Le pregunté al indio cómo era su vida.
–Y ¿qué te respondió?
El viajero no tuve que pensar la respuesta. Recordaba todo lo que le había dicho, como si lo estuviera leyendo en ese momento. Algunas cosas le habían causado extrañeza.
–Nuestras ocupaciones eran muchas: la pesca, la caza, industria textil y agrícola y “comercio exterior”–me contestó. Y otra cosa.
–¿Cuál?
–Tejían hamacas– dijo extrañado.
–Y ¿cuál era el papel de las mujeres?
–Las mujeres cosechaban, atendían el hogar, la cocina, incluso también tejían mantas y vestidos y las esposas cuidaban la salud de los maridos, por si era poco.
Ella solo dijo con resignación:
–Tan atareadas como ahora.
No sabía el viajero si era Nancy o la india, quien le acompañaba y hablaba con él.
–Pues falta algo.
–¿Qué?
–Eran polígamos.
–¡Pobres mujeres!– dijo  ella con pena.
Orfebrería tairona
El viajero le dijo como explicación:
–No. Era por la conservación de la especie. La naturaleza siempre ha sido sabia. Seguían el mandato de “creced y multiplicaos”. Y entonces (como en el principio que cuenta la Biblia que no conocían) era más necesario que en los tiempos actuales.
–Ya– dijo con resignación–.Y los hombres eran más inteligentes.
–Estos lo eran. Había entre los tairones  arquitectos avezados y conocedores de las ciencias astronómicas. Mira todo el conjunto de habitaciones estaba construido de acuerdo a la dirección del viento, la salida del sol y otros factores ambientales, cuyo aprovechamiento garantizaba una buena “calidad de vida”, si empleamos la terminología moderna. Pero es algo admirable.

“Ahora los kogui –continuó– construyen en sus poblados una especie de bohíos circulares en claros del bosque. Pero no son los constructores que eran sus antepasados, capaces de construir redes de comunicación de más de trescientos kilómetros. Y algunos de sus poblados son considerados como los más hermosos del mundo. 
–Eran listos– dijo ella.
–Y más admirables eran los aborígenes de la Sierra Nevada de Santa Marta. Es reseñable también el respeto que tenían a la naturaleza. Los momos eran aborígenes preparados en la soledad durante dieciocho años para regir al resto “religiosamente”. Creían que el hombre era el culpable del desequilibrio de la naturaleza. Y mediante las ofrendas de los momos se restablecía el orden o equilibrio. Ellos estaban más cerca de los dioses. Se preparaban a casi cinco mil metros de altura...

El viajero se despertó. A su lado dormía plácidamente Nancy. Tenía una sonrisa como la que contempló en el rostro de la india de la Cuidad Perdida. Instintivamente se acercó a ella. Acarició su cabello que arropaba su espalda y pensó: “He soñado, pero tú formaste parte de mi sueño y espero que siempre sea así”. Se abrazó a Nancy. Apoyó su cabeza en su espalda y durmió en la playa más cálida en que nadie jamás haya descansado.

                        ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
                        Maestro, profesor de Filosofía y Psicología

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