LA CIUDAD PERDIDA
Tiene Colombia sus “ciudades encantadas” esculpidas en la roca, como lo
es la de Cuenca, en España, o la menos conocida de Los Enebrales, en
Guadalajara, que tantas veces ha visitado el viajero y le trae recuerdos
felices. Siempre que iba a ver a un amigo Marino, de Majaelrayo, hacía una
parada para rezar a la Virgen de los Enebrales.
El viajero quiere hablar de lugares de Colombia, pero imaginando que
soñaba. Los sueños, a veces, se hacen realidad. Y el paisaje del desierto de
Tatacoa –en realidad es un bello y seco
bosque tropical–, donde el silencio grita al alma, es una visión que jamás
puede olvidar aquel que ha tenido la suerte de haberlo contemplado, aunque sea
una sola vez.
Tatacoa (o Valle de las Tristezas, nombre que le puso el conquistador Jiménez de Quesada) llaman en esta zona a la serpiente cascabel, animal que el viajero es incapaz de contemplar salvo en los Zoos o en la tele. Sentiría un pánico paralizante encontrarse cerca de ella. Es una fobia que tiene no superada a las serpientes desde su más tierna infancia. Pero son un sueño para él las filigranas que la naturaleza ha esculpido en dos colores diferentes, gris y rojo, con el silencio eterno que ella labra. Una experiencia inolvidable. Un sueño que es realidad como tantos otros. Esos de los que se ha escrito que son lo mejor y lo más dulce de nuestra vida. Mucho más. Sueños, en los cuales, somos en verdad nosotros mismos.
Ha sido la erosión –el buril más poderoso–, y el agua de las lluvias
transitorias las que han labrado cañones secos, monjes orando o monolitos con
figuras enormes de troncos de árbol a los que han crecido en el corte superior
arbustos y hierbas –hirsutos cabellos agostados por el calor–. Y en la base,
robustas raíces petrificadas, cobijo de serpientes, escorpiones y aletargados
lagartos, así como ardillas, mientras el águila es la dueña de los cielos, planeando
sin descanso en busca de presa con que alimentarse.
En la silenciosa planicie, también
habla al viajero en sueños la voz espinosa de cactus y el algodón
silvestre. Uno de los cactus –apiadándose de él–, le ofrece sus bayas comestibles,
algunos alcanzan hasta los cuatro y cinco metros de altura, ante los
cuales se siente como un ser muy
pequeño.
En sueños le visita Fray Juan de Santa Gertrudis Sena, con su hábito de
monje, que estuvo en ese lugar. Fraile franciscano, nacido en Mallorca, fundó
una población en el Putumayo (Agustinillo), recorrió Bogotá y, admirado por la
naturaleza, escribió una obra en cuatro tomos: Maravillas de la Naturaleza, clave en el XVIII para conocer
aquellos lugares, frente a los escritos oficialistas.
Tatacoa, serpiente venen |
–Yo estuve hace siglos por aquí. Eran tanto el calor, que, enterrando un huevo en la arena, se cocía– dijo el franciscano.
–Eso también lo he visto yo –le dijo el viajero– en la Montaña del
Fuego, en Lanzarote.
–¡Ah! ¡Las Islas Canarias! –dijo Fray Juan– yo me hospedé en la Torre
del Conde, en la Gomera. Hace ya tantos años...
–Yo también la conozco– le dijo el viajero.
Pero él, dejándole con la palabra en la boca, como si alguien le hubiera
llamado o tuviera mucha prisa, dijo:
–Adiós. Que disfrutes del paisaje.
Fray Juan |
Y desapareció el fraile con la misma rapidez que había aparecido
momentos antes.
Al fondo, las montañas de la cordillera Central de los Andes, de un azul
casi violeta, parecían sustentar enormes masas de nubes que dibujaban extraños
rostros que hablaban en silencio. Y una de esas caras le sonreía. Era la del
buen Fraile Juan de Santa Gertrudis que, alzando su mano se despedía del
viajero, desapareciendo entre las nubes y dejando una estela de cálida luz muy
blanca.
Pero la ciudad encantada por antonomasia es la Ciudad Perdida, también La
Ciudad de Piedra, un conjunto de centenares de rocas cuyas formas
caprichosas y fantásticas (por las noches fantasmagóricas) representan
animales, monstruos, engendros y figuras oníricas, como si la naturaleza hubiera
esculpido el subconsciente de la tierra.
Ciudad Perdida |
El tiempo, el agua y el viento son los maestros que esculpieron tales
maravillas. Dejaron enormes aberturas en la roca, como la llamada Puerta de Orión que le ofrece aspectos
singulares, con sus dos macizas columnas labradas y su imponente dintel. Y sin
embargo, vista por detrás, parece un pétreo dinosaurio que hubiera permanecido
allí miles y miles de años.
Escucha una voz. Es Nancy que le llama. De pie en el dintel, vestida con
una túnica blanca que el viento mueve como si fueran olas. Su cabello largo
juega con la noche. Ella sonríe. Continúa el sueño.
En el suelo virgen, de extensos pastizales y escasa vegetación, un
cacique tiene de la mano a una india muy guapa. Y como en una película le van enseñando la Ciudad
Perdida, Los Tunales o Ciudad de Piedra, las Murallas que parecen tales y le conducen a la Edad Media,
La Puerta de Orión y los Puentes Naturales, en los que su imaginación se
confunde con la ciencia, aunque el viajero está seguro que entonces no existían
oficinas de ingenieros que firmaran los planos de los tres perfectos puentes
con todos sus elementos, como piensan los colombianos estudiosos de esos lugares.
Y es posible que nada mejor se puede hallar que la naturaleza.
Ciudad Perdida |
Ciudad de Piedra |
Puerta de Orión |
El cacique, muy satisfecho le enseña esas definidas manzanas de una ciudad, perfectamente alineadas y avenidas de impecable trazado. Fenómeno natural del que las gentes de la región hablan y dicen que tienen una autoría extraterrestre, cosa no probada.
–No es cierto que esto lo hayan hecho los extraterrestres.
Mi pueblo –dijo
el cacique– vivió aquí siempre y nadie nos invadió. Todo lo que ves ha sido un
regalo de la naturaleza y de nuestros dioses.
–No lo dudo– contestó el viajero.
Y era cierto. Él solo contemplaba aquella maravilla natural que nunca
hubiera imaginado que existiera. Estaba en un lugar donde la fantasía y
realidad eran lo mismo.
La india que estaba con el cacique sonreía. Tenía un cabello negro, algo
ondulado y largo. Sus ojos profundos y misteriosos remitían solo a un mundo de
belleza original, que guardaba la hermosura de aquel lugar.
El viajero contempló con mayor atención a aquella hermosa india que
acompañaba al cacique.
–Es muy linda su esposa– dijo– porque verdaderamente lo era, pero tenía
algo que le recordaba haberla visto antes.
–Gracias –contestó el cacique– hablando en su lengua y el viajero lo
entendía en la suya.
–Esta tierra parece un paraíso.
–No solo parece. Lo es –dijo el cacique–-. Mi pueblo lo sabe muy bien.
Somos indios guayaberos y estos pastos en los que ahora dicen predomina el Andropogon bicornis...
–¿Cómo dice?
–Sí. “Hombre de barba de dos puntas”.
–Pero eso es latín, griego– dijo
el viajero.
–Sí. Estás soñando. Y en los sueños todo es posible –dijo el cacique
sonriendo–. Mi pueblo desapareció. Yo soy su espíritu. Y no abandonaré este
lugar mientras haya hombres que lo visiten y lo admiren.
–Entonces nunca desaparecerá– dijo el viajero.
Y tras un breve silencio…
–¿Siempre fue suyo este lugar? –preguntó a aquel ser extraño que
acompañaba sus sueños.
–Sí. Pero comerciábamos con otros pueblos, si quieres te acompaño a la
Ciudad Perdida de los taironas.
–Gracias. Me gustaría mucho verla –le dijo entusiasmado y deseoso de
seguir rastreando la historia.
Ciudad Perdida |
La india que acompañaba al cacique le sonrió de nuevo. Una luz iluminó
su rostro y, por un momento– como en un truco de magia–, el cacique desapareció
y la india le dio la mano. Al atravesar la Puerta de Orión, sintió que aquella
mano era muy conocida para él. Que el aroma que desprendía su cuerpo también le
era familiar. Pero no estaba seguro de quién era. En la noche su rostro
brillaba, su vestido blanco se ondulaba y era suave como la seda.
–Continuemos– dijo la mujer que acariciaba su mano y caminaba a su lado.
El silencio solo duró unos segundos o eso le pareció al viajero.
Llegaron a un lugar que nunca había visto antes. La piedra era un homenaje a la
naturaleza, sabia maestra.
–Mira–le dijo–. Esta es la Ciudad Perdida que guarda parte de la
grandeza de mi pueblo y de Colombia. Al amparo de la Sierra Nevada de Santa
Marta...
–¿Sierra Nevada?– preguntó.
–Sí.
El viajero había contemplado como se refleja en ella el sol. Era
espectacular como ninguna otra que él hubiera visto. Tenía una luminosidad singular.
Sabía que había una laguna llamada Naboba, y, al menos, alimentaba treinta y
seis ríos. Entre ellos: Cesar, Ranchería, Palomino, Don Diego, Guatapuri,
Fundación, Aracataca, nombre, así mismo, del pueblo donde nació García
Márquez...
Sierra de Santa Marta |
–Sé qué estas pensando –dijo su acompañante–. Sí, es la montaña litoral más alta del mundo y brilla más que ninguna otra. Y son cuatro los pueblos aborígenes que la habitan: los arhuacos o ikas, los wiwas, los kogis y los kankuamos. Unos treinta mil en total.
Laguna Naboba y frailejones. |
–Me pareció la más bella del mundo por su perfección y su luz– afirmó convencido, sin temor a equivocarse, el viajero.
–Sí. Te decía que a su amparo, millones de años después de darse una
combinación de fauna y flora, favorecida por el clima, aparecieron los indios Taironas. Encontraron un gran
amparo en una vegetación protectora y formaron una de las comunidades más
valiosas de la prehistoria e historia colombianas. Yo sé que tú has leído sobre
ellos y sobre lo que verás.
El viajero conocía el tacto de esa mano que tantas veces había
acariciado. No sabía si soñaba o era realidad todo lo que veía. Sin embargo,
continuó la conversación.
–Sí –dijo– las tribus de los arahuacos y, sobre todo, los taironas,
cuyos descendientes los koguis son los que viven ahora en la Sierra.
–Es muy bello este lugar. ¿No te parece? –dijo ella–. La naturaleza ha
sabido respetar el paisaje y ofrece la
magnificencia de una gran fortaleza de grandes piedras y enormes muros. Una ciudad
como cualquiera otra de la Edad Media si se tiene fantasía. ¿La tienes tú?
–Sí–contestó–. Además he leído que los arqueólogos quedaron
impresionados cuando iban apareciendo por todas partes, tan pronto se
despejaban la malezas y se removían las capas de humus, algunos muros de grandeza sobrecogedra, espectaculares por sus
dimensiones, escalonamientos y altura. ¿No es cierto?
–Sí. Como aquellos muros. Pero son de admirar las escaleras y las
terrazas que dejaron los Taironas en la Ciudad Perdida– le contestó.
–Yo las
había visto ya –le dijo el viajero–.
Demuestran una gran cultura urbanística, arquitectónica y social. Era un pueblo
de granjeros y arquitectos y buenos comerciantes.
No sabía el viajero donde había aprendido cuanto decía. Pero, a veces,
ha realizando en sueños un examen de materias estudiadas: Filosofía, Historia,
Literatura, cuya temática creía desconocer donde la había aprendido. Pero, al
despertarse, no podía recordar lo soñado sino que había sido un examen
magnífico. Que podría haber escrito un artículo maravilloso de haber recordado
cuanto en sueños dijo.
–Socialmente, estaban muy bien organizados estos pueblos– dijo ella.
Bohío tairona |
Y así era. El viajero lo sabía.
–Efectivamente. He leído que los naomas, supremos sacerdotes, mandaban
en lo político y social; y en lo militar, los caciques. Por cierto ¿era un
cacique el que estaba contigo en aquel paisaje tan parecido a este? Oí que era
un indio guayabero. Te vi en la puerta de Orión y luego, cuando la india me
dijo que la acompañara, fuiste tú quien me dio la mano. ¿Acaso estaba soñando?
–Estabas soñando.
–Llevabas un vestido blanco precioso y la brisa jugaba con él formando
olas con la tela. Estabas muy guapa, bueno, muy linda, con la melena suelta,
brillante, y una sonrisa especial, de ángel.
–Y ¿dónde estaba?– preguntó.
–Estabas soñando.
–Le pregunté al indio cómo era su vida.
–Y ¿qué te respondió?
El viajero no tuve que pensar la respuesta. Recordaba todo lo que le
había dicho, como si lo estuviera leyendo en ese momento. Algunas cosas le
habían causado extrañeza.
–Nuestras ocupaciones eran muchas: la pesca, la caza, industria textil y
agrícola y “comercio exterior”–me contestó. Y otra cosa.
–¿Cuál?
–Tejían hamacas– dijo extrañado.
–Y ¿cuál era el papel de las mujeres?
–Las mujeres cosechaban, atendían el hogar, la cocina, incluso también
tejían mantas y vestidos y las esposas cuidaban la salud de los maridos, por si
era poco.
Ella solo dijo con resignación:
–Tan atareadas como ahora.
No sabía el viajero si era Nancy o la india, quien le acompañaba y
hablaba con él.
–Pues falta algo.
–¿Qué?
–Eran polígamos.
–¡Pobres mujeres!– dijo ella con
pena.
Orfebrería tairona |
El viajero le dijo como explicación:
–No. Era por la conservación de la especie. La naturaleza siempre ha
sido sabia. Seguían el mandato de “creced y multiplicaos”. Y entonces (como en
el principio que cuenta la Biblia que no conocían) era más necesario que en los
tiempos actuales.
–Ya– dijo con resignación–.Y los hombres eran más inteligentes.
–Estos lo eran. Había entre los tairones
arquitectos avezados y conocedores de las ciencias astronómicas. Mira
todo el conjunto de habitaciones estaba construido de acuerdo a la dirección
del viento, la salida del sol y otros factores ambientales, cuyo aprovechamiento
garantizaba una buena “calidad de vida”, si empleamos la terminología moderna.
Pero es algo admirable.
“Ahora los kogui –continuó– construyen en sus poblados una especie de
bohíos circulares en claros del bosque. Pero no son los constructores que eran
sus antepasados, capaces de construir redes de comunicación de más de
trescientos kilómetros. Y algunos de sus poblados son considerados como los más
hermosos del mundo.
–Eran listos– dijo ella.
–Y más admirables eran los aborígenes de la Sierra Nevada de Santa
Marta. Es reseñable también el respeto que tenían a la naturaleza. Los momos
eran aborígenes preparados en la soledad durante dieciocho años para regir al
resto “religiosamente”. Creían que el hombre era el culpable del desequilibrio
de la naturaleza. Y mediante las ofrendas de los momos se restablecía el orden
o equilibrio. Ellos estaban más cerca de los dioses. Se preparaban a casi cinco
mil metros de altura...
El viajero se despertó. A su lado dormía plácidamente Nancy. Tenía una
sonrisa como la que contempló en el rostro de la india de la Cuidad Perdida.
Instintivamente se acercó a ella. Acarició su cabello que arropaba su espalda y
pensó: “He soñado, pero tú formaste parte de mi sueño y espero que siempre sea
así”. Se abrazó a Nancy. Apoyó su cabeza en su espalda y durmió en la playa más
cálida en que nadie jamás haya descansado.
ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
Maestro,
profesor de Filosofía y Psicología
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