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64. Murillo

      

 
 
HABLEMOS DE MURILLO
 
       Permitan que me exprese en forma de hagiografía o semblanza sobre Murillo, abanderado de la exquisitez de todos los tiempos y al que tantas veces me he remitido tratando de profundizar en su técnica y sus motivaciones. Mi intento es ofrecer claves de su momento histórico, en esta primera entrega, que arrojen luz para entender mejor su obra.  Es arriesgado incluir, aun sin pretenderlo, criterios personales que produzcan disonancias con las modas imperantes. Por ello, ruego su licencia, ya que serán fruto de mi admiración por su arte sublime y como ser humano.

 
         Murillo debió de nacer el último día de 1617, pues fue bautizado en la parroquia de Santa María Magdalena de Sevilla el 1 de enero de 1618.  Era el menor de catorce hermanos, hijos del acomodado barbero Gaspar Esteban, que por ser cirujano y sangrador recibía el trato de bachiller, y de María Pérez Murillo. Ella contaba con algún pintor entre sus parientes cercanos.
        A esta chispa artística que surgió del ambiente materno se le unieron otras suertes que aprovechó su capacidad y su decidida vocación pictórica. Con padre “rico y ahorrador”, según documento de 1607, Murillo heredó algunos inmuebles a la edad de nueve años por el fallecimiento de sus padres, lo que le permitió vivir sin estrecheces el resto de su vida.  
        No se conoce su infancia, aunque podríamos decir que, a su carácter afable, sincero, despierto y con su economía resuelta, se le fueron uniendo un cúmulo de circunstancias,  que reunieron en él y para el Arte toda la gracia sevillana.
 
       Sabemos  que siendo adolescente dibujaba en secreto anatomías de cuerpos humanos, según comenta Palomino. Este afán por el dibujo y sus ágiles apuntes cautivaron al ya anciano pintor  Juan del  Castillo,  manierista, algo rígido en las formas, pero delicado, pulcro y jugoso en el color.  Hay cuadros de este pintor recreando algunas iglesias de Sevilla. 
 
         Consigue en 1660 autorización para montar el primer taller que se conoce de dibujo anatómico, con Herrera el Mozo y Valdés Leal, atentos a las lógicas cautelas que imponía la Santa Inquisición.

  El caso de Murillo es un estudio del genio, pero también de la suerte y las casualidades,  como el lector puede ir deduciendo. No obstante, la evolución vertiginosa al cielo de los colores le vino a  Bartolomé E. Murillo  de la mano de Zurbarán y el breve contacto personal con  Velázquez. Otra suerte de nuestro Murillo fue ser veinte años más joven que los citados dos pintores. He aquí el triángulo de los pintores mágicos sevillanos.
 
       Zurbarán se prendó del joven Murillo, abriéndole las puertas de su taller y permitiéndole así absorber toda su técnica y oficio. Aquel gran maestro,  pintor de ricos ropajes y serios monjes, recibía casi todos los encargos de la aristocracia y la Iglesia. Fue así hasta que llegó Murillo, quien aprendiendo, fagocitando y depurando su técnica, termina quitándole trabajo en su última época.
 
 
       Zurbarán, envejecido y decadente, se refugia en Llerena para hacer series de varios formatos para los nuevos templos de ultramar que difícilmente cobraba. Fue tan profundo el conocimiento zurbaraniano que llegaba a enriquecerlo. Un ejemplo es “La cocina de los ángeles” del Museo de Louvre de París, que es el mejor “Zurbarán” de todos los zurbaranes. Me parece muy ilustrador este comentario.
       No se conoce la existencia de conflictos entre ambos artistas, pero es acreditado que el agradecido Murillo ayudó a su maestro a finalizar algunos cuadros y le asistió en el cobro de sus obras. Se dice, sin que exista documentación que lo avale, que por estos motivos viajó a América. Se cree que fue así porque Zurbarán tenía treinta y ocho años cuando conoció al Murillo de 18,  y porque siguieron tiempos sin la presencia de Murillo en Sevilla, amén de su único viaje a Madrid. Así pudo ser, porque si vio el Caribe… bien nos pudo traer de allí esa nueva luz, la dulzura y hasta la sonrisa que impregnan de alegría los  cuadros realizados hasta su muerte.
        En mi opinión,  fue el mejor de los tres en estos conceptos. Hasta finales del s. XVII Murillo era el más afamado pintor de reconocimiento universal. Después bajó su fama por la cantidad de imitadores y falsos murillos. Es a comienzos del s. XX cuando se activa aquella credibilidad que hoy confirman tantos críticos y estudiosos del Arte, “al margen de las modas imperantes”.
 
       Su fama arrasaba fronteras, tanto que Velázquez lo invitó a Madrid para conocerlo.  Murillo acudió a la cita ávido de amistad y consejo.  El pintor de la corte, receloso de la fama del joven, porque ya sobrepasaba a la suya, lo retuvo muy poco en palacio, enviándole a El Escorial a contemplar todo lo mejor pintado hasta el momento. Otra suerte de Murillo, porque aquella “esponja” captó todo lo mejor existente, llenando su capacidad de sabiduría.
 
      Se dice que Velázquez  vivía asentado y confiado en su status palaciego, arrimado al rey y a las grandes órdenes religiosas persiguiendo reconocimientos como la Cruz de Santiago, entre otros.
 
 
Murillo vuelve a Sevilla sabio, con el saber de Tiziano, Rembrand, Durero y todo el legado flamenco… y encuentra su ciudad invadida por la peste de 1649. Es entonces cuando empieza a orillar los temas religiosos, y a romper con la tradición dedicando su arte a la esperanza, con niños jugando, comiendo frutas, y haciendo sonreír a ángeles y doncellas en las ventanas… Había que repartir consuelo y ayuda a su pueblo, no sólo con sus pinceles, sino también con aportes materiales que él también proporcionaba.  
 
Casi todos estos cuadros fueron robados por Napoleón y sus mariscales, que, por su falta de aprecio de la obra artística, los fueron vendiendo por Europa y América. Algunos se perdieron y otros son los que ilustran hoy los mejores museos de ambos continentes.
       La clave, a mi parecer, de tal ruptura y relanzamiento al estrellato del firmamento pictórico fue la conmoción interna del pintor, ante tanto dolor y miseria del pueblo producido por la peste que arrasó Sevilla.

      Más tarde ocurrirá otro fenómeno parecido con Goya tras la guerra napoleónica. Si nuestro sevillano puso sus “poéticos” pinceles al servicio de la fe, el pintor de Fuendetodos se ensañó en los horrores de la guerra.
 
      Al pintor andaluz se le encargó el cuadro del retablo de los Capuchinos de Cádiz, que empezó a pintar en 1681. Se trataba de una pieza de grandes dimensiones que requirió la ayuda de un andamio para que pudiera realizar las partes superiores de la pintura. Un mal paso lo precipitó al suelo ocasionándole su muerte un par de meses después, el 3 de abril de 1682. Su última voluntad fue que se le enterrase en su parroquia de Santa Cruz y que se le dijeran misas en dicha iglesia y en la del Convento de la Merced.
                                                  
                                                                     DIEGO COCA
Maestro. Catedrático de Bellas Artes. Pintor
                                                          Sevilla, septiembre de 2017
P.D.  Seguirán (D.m.) otras entregas profundizando en singularidades de su
obra, si place al coordinador de AFDA.
 
 

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