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61. El caballero y la Buena Muerte



              
“El caballero y la Buena Muerte” ( y III)



Don Rodrigo, paradigma de caballero cristiano, fue bravo como nadie en el campo de batalla. Por esa razón, cuando la Muerte acude a buscarlo en su casa de Ocaña, el noble muestra de nuevo su condición de héroe militar y de héroe cristiano. Leamos el pasaje en que la Negra Dama va al encuentro de don Rodrigo:

Después que puso la vida
tantas vezes por su ley
al tablero,
después de tan bien servida
la corona de su rey
verdadero;
después de tanta hazaña
a que no puede bastar
cuenta cierta,
en la su villa de Ocaña,
vino la muerte a llamar
a su puerta,
XXXIV
diziendo: “Buen cavallero,
dexad el mundo engañoso
y su halago;
vuestro coraçón de azero
muestre su esfuerço famoso
en este trago.
Y pues de vida y salud
hezistes tan poco cuenta
por la fama, esfuércese la virtud
para sofrir esta afruenta
que os llama.

Don Rodrigo no se arredra a la vista de la Muerte, ni se aferra desesperadamente a los bienes terrenales que ha ganado con enorme esfuerzo. No se parece, por tanto, a los personajes —en realidad, meros tipos o figuras— de las Danzas de la Muerte, hedonistas y cobardes. Ello es más meritorio si cabe porque el mundo no es sólo el valle de lágrimas a que se alude en el himno Salve, Regina; menos aún es la cloaca inmunda de la que habla con detalle el De contemptu mundi del papa Inocencio III, que, a finales del siglo XV, seguía siendo uno de los libros más leídos por toda Europa. Las Coplas manriqueñas lo expresan con claridad:
Este mundo bueno fue
si bien usáramos de él
como devemos,
porque, según nuestra fe,
es para ganar aquel que atendemos.

Al hablarnos de la muerte ejemplar de un noble cristiano, las Coplas a la muerte de su padre, sin entrar propiamente en su espacio, se acercan a las artes de bien morir, unos libros de faltriquera o bolsillo que gozaron de gran popularidad desde la primera imprenta hasta las medianías del siglo XVI. El interés de estos libritos, a los que la crítica viene prestando especial atención en los últimos tiempos, radica en que ofrecen un retrato preciso y precioso de la peculiar espiritualidad europea entre el fin del Medievo y el advenimiento de la Era Moderna. La idea de que existe una Buena Muerte cristiana ha arraigado definitivamente (En la imagen, vemos una xilografía o grabado en madera de un ars bene moriendi holandés impreso hacia 1460.)

En el siglo XV, la cultura experimentó un desarrollo formidable, lo que explica la expansión del fenómeno de la bibliofilia, esto es, el coleccionismo de libros y la formación de bibliotecas privadas. En su forma más elemental, la bibliofilia se limita a la posesión de uno o varios libros de pequeño formato, preferentemente de materia religiosa. Lo común es que se trate de algún libro de horas, de un devocionario o de un tratado de preparación para la Buena Muerte. (En la imagen, vemos la primera página de un Arte de bien morir en lengua castellana, un libro impreso en Zaragoza hacia 1480-1484. De esta edición se conserva un ejemplar único en la Biblioteca de San Lorenzo de El Escorial.)
Esta nueva literatura religiosa venía a satisfacer el apetito espiritual de un lector laico en un ambiente abiertamente reformista, con sus temores y zozobras. Había razones para ello, ya que la Iglesia acabó enfrentada y finalmente desmembrada; y, con ella, toda Europa. Por otra parte, los conflictos entre las naciones cristianas y las guerras civiles (por aquel entonces, denominadas ciudadanas) dejaban brechas abiertas y hacían temer lo peor: que los musulmanes (ya fuese el moro expulso o el turco otomano) pudiese recuperar el territorio recién reconquistado por los cristianos. Peor, si cabe, era el anuncio de la inminente llegada del Anticristo, un asunto del que venían ocupándose numerosos autores y que ahora se abordaba en el Libro del Anticristo de Martín Martínez de Ampiés, impreso en el taller zaragozano de Pablo Hurus en 1496. (En este grabado, se recoge el momento en que el Anticristo es concebido como fruto de la relación prohibida de un padre y una hija, de un fraile y una monja o de un íncubo y una doncella.)

Frente a tamaños peligros, no faltaban figuras redentoras, escatológicas o mesiánicas, como los propios Reyes Católicos (particularmente, Fernando de Aragón), su hijo el Príncipe don Juan (muerto prematuramente para desgracia de España y la cristiandad entera) o su nieto, el futuro Carlos V. A título individual, no obstante, lo mejor era estar permanentemente preparado para encarar el tránsito a la otra vida, pues nuestros últimos instantes son decisivos y podemos perderlo o ganarlo todo. A ayudar al moriturus (y todos comenzamos a morir desde el momento en que venimos a este mundo) vino el libro espiritual de pequeño formato: devocionarios, libros de horas y artes de bien morir, que el noble podía leer o le podían leer antes de entrar en batalla o en el lecho de muerte, por herida en el combate, enfermedad o vejez.

Hemos partido de un Dios, el del Nuevo Testamento, que a todos ama y da ejemplo al consentir su muerte en la Cruz. Hemos atendido al carácter sacrificial del cristianismo en la Eucaristía y nos hemos interesado por su reflejo en el bestiario divino; nos hemos ocupado, en fin, del símbolo cristiano por excelencia: del hallazgo de la Vera Cruz por santa Elena y de la sublimación de la Cruz por san Francisco y los franciscanos y por santo Domingo y los dominicos. En último término, hemos comprobado que el siglo XV fue decisivo para que cuajase la idea de que, tras un vivir cristiano, la muerte debía ser igualmente cristiana. En ambos casos, el modelo es el que a todos ofrece Jesús y, por extensión, el de los santos que lo siguen e imitan. Por esa razón, el tránsito de la Edad Media al Renacimiento abunda en obras ascéticas como los escritos de Gerson y Kempis, como las vitae sanctorum y las artes de bien morir, libros que acompañan al caballero en su lecho de muerte.

En el siglo XV, la bibliofilia fue ganando adeptos entre los miembros de la nobleza más sensibles a la cultura. En España, ése es el caso del primer marqués de Santillana y sus herederos, los condes de Haro o los duques de Medinaceli, como lo ponen de manifiesto los inventarios de sus libros y sus propias bibliotecas. Claro está que ninguno de ellos llegó a igualar a Federico de Montefeltro, Duque de Urbino, propietario de la primera biblioteca privada de toda Europa, en calidad textual y material, en diversidad y cantidad de ejemplares. Uno de los grandes libreros florentinos de la época, Vespasiano da Bisticci, lo ensalzó por su prudencia, su bravura y sus vastos conocimientos, cimentados en la lectura de sus libros.

Así, en todo su esplendor y magnificencia, aparece el Duque de Urbino en un retrato datado hacia 1475 y atribuido a Juan de Gante y al palentino Pedro de Berruguete (puede verse en la Galleria Nazionale delle Marche de Urbino): en sus manos, hay un libro de su inmensa biblioteca, en que sólo había espacio para manuscritos copiados en pergamino, nunca para impresos; a su lado, aparece su tesoro más preciado, su hijo Guidobaldo. Su atuendo militar, con su coraza y el yelmo a los pies, es el que corresponde a cualquier caballero.

Parecido mensaje destila el retrato yaciente de Rodrigo de Campuzano, comendador de la Orden de Santiago (fallecido en 1488). Por su condición de caballero, también viste atuendo militar, va armado con su espada y arropado con una capa, con cota de malla y armadura completa; y, como es preceptivo, tiene el yelmo a los pies. Un detalle que importa son los tres libros in-folio que le sirven de almohada, formato idóneo para los más diversos contenidos, ya se trate de títulos recomendados por los moralistas para el consumo de la nobleza (la Biblia, obras legales y crónicas, que Alfonso de Cartagena, obispo de Burgos, anteponía a cualesquier otros, o unos clásicos greco-latinos romanceados en que se buscaba el non plus ultra de la Filosofía Moral) o lecturas frívolas (novelas y versos trovadorescos, desaconsejados por sus amoríos y locos devaneos). Así las cosas, Rodrigo de Campuzano aparece caracterizado como caballero bibliófilo y, dada su madurez y por puro decoro, como lector de obras provechosas. Por cierto, esta impresionante tumba se halla en la Iglesia de San Nicolás el Real, en Guadalajara.

El túmulo de Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, se encuentra en la Iglesia de san Ginés de Guadalajara y resulta peculiar en varios sentidos. El noble (muerto en 1479) lleva galas de ricohombre semejantes a la de su abuelo, primer marqués de Santillana, según lo retrató Jorge Inglés. El yelmo a sus pies, motivo recurrente en las obras analizadas, resalta nuevamente su condición militar. El pequeño volumen que tiene entre manos no alude, creo yo, a la afición de los Mendoza por los libros y la cultura; más bien, es el reflejo de la atmósfera espiritual de toda una época, con sus anhelos, sus temores y la implantación progresiva de la lectura devota.

Las noticias sobre el libro y los lectores de la época nos confirman que la posesión de libros fue, digámoslo así, democratizándose. Como sabemos, la imprenta aceleró el proceso e hizo posible que libros otrora reservados a las bibliotecas reales, nobiliarias o eclesiásticas entrasen en la casa de profesionales con un poder adquisitivo medio. 

El primer libro que solía entrar en casa (con frecuencia, el único) era un tratado espiritual al gusto de la época (un Kempis, acompañado de la Meditatio cordis de Juan Gerson), un devocionario, un pasionario o un libro de horas, preferentemente romanceado. En manos de un ricohombre cabe imaginar cualquiera de estos títulos, aunque por esas fechas se trataría de un códice y no de un incunable, ya que, como hemos visto, el libro de molde no gozaba del prestigio del libro de mano. (La foto, en que el túmulo aparece en magníficas condiciones, es anterior a los años de la Segunda República y la Guerra Civil.)


En último término, tenemos al célebre Doncel de Sigüenza, muerto en 1486, a los veinticinco años, durante un combate contra los moros de Granada. Dado que Martín Vázquez de Arce, que así se llamaba el heroico personaje, era nada menos que comendador de la Orden de Santiago y falleció en el campo de batalla, se le representa en traje militar: con espada y daga, con cota de mallas y armadura que le cubre las piernas. Sobre el libro que lee (por mucho que su postura, que muchos tienen por indecorosa, parezca desmentirlo), repetiría lo dicho acerca del conde de Tendilla: aunque, dada su juventud, el Doncel estaba en edad de leer novelas y cancioneros de tema amoroso, la circunstancia impone el decoro y deriva la imaginación por los derroteros que más y mejor convienen al caso. Si no se trata de alguno de los títulos ya indicados, pensaría en cualquier otro ejemplo de literatura provechosa o edificante.

Sólo los más afortunados, por su posición social y su capacidad de leer, podían acompañarse de un volumen de faltriquera (como los pequeños libros de horas en castellano impresos, al inicio del siglo XVI, en los talleres parisinos de Thielmann Kerver o Simon Vostre). Los demás harto tenían con encomendarse al Dios de la Cruz por medio de una oración o con el recuerdo de alguna imagen: la de un Cristo magro en exceso (y hasta cadavérico) tardogótico o renacentista; o la de un Cristo bello y hercúleo de época barroca, como el Cristo de Velázquez (hacia 1632) o el Cristo de la Buena Muerte o Cristo de los legionarios (hacia 1660) de Pedro de Mena.

En el futuro, serán los capellanes castrenses, pertrechados únicamente con su portaviático y su crucifico, quienes ayuden a bien morir a sus propios soldados, y hasta al enemigo. Tenemos un sinfín de anécdotas relativas a los sacerdotes que la Compañía de Jesús asignó a la Legión: un páter por bandera. Todos dejaron fama de valientes y uno, en especial, de santo; por ello, no extraña que algunos recibiesen la cruz laureada de san Fernando o la medalla militar individual, como tampoco extrañará que el padre Huidobro llegue algún día a los altares. De todo ello les hablaré en otra ocasión; por ahora, me conformo con que lean, si aún no lo han hecho, el impresionante Diario de campaña de un capellán legionario (1976) del Padre José Caballero. En los durísimos combates mantenidos en la Ciudad Universitaria durante la Guerra Civil, y a pesar de su frágil salud, este sacerdote cumplió a rajatabla con el voto de que un legionario jamás abandona a otro legionario, herido o muerto, en el campo de batalla; es más, tampoco dudó en acudir en auxilio de soldados del bando contrario que se hallaban en idénticas circunstancias.

Un abrazo legionario.


ÁNGEL GÓMEZ MORENO
Catedrático de Literatura Española,
Universidad Complutense de Madrid



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