“El caballero y la Buena Muerte” ( y III)
Don Rodrigo,
paradigma de caballero cristiano, fue bravo como nadie en el campo de batalla.
Por esa razón, cuando la Muerte acude a buscarlo en su casa de Ocaña, el noble
muestra de nuevo su condición de héroe militar y de héroe cristiano. Leamos el
pasaje en que la Negra Dama va al encuentro de don Rodrigo:
Después que puso
la vida
tantas vezes por
su ley
al tablero,
después de tan
bien servida
la corona de su
rey
verdadero;
después de tanta
hazaña
a que no puede
bastar
cuenta cierta,
en la su villa
de Ocaña,
vino la muerte a
llamar
a su puerta,
XXXIV
diziendo: “Buen
cavallero,
dexad el mundo
engañoso
y su halago;
vuestro coraçón
de azero
muestre su
esfuerço famoso
en este trago.
Y pues de vida y
salud
hezistes tan poco
cuenta
por la fama,
esfuércese la virtud
para sofrir esta
afruenta
que os llama.
Don Rodrigo no se arredra a la vista de la
Muerte, ni se aferra desesperadamente a los bienes terrenales que ha ganado con
enorme esfuerzo. No se parece, por tanto, a los personajes —en realidad, meros
tipos o figuras— de las Danzas de la Muerte, hedonistas y cobardes. Ello es más
meritorio si cabe porque el mundo no es sólo el valle de lágrimas a que se
alude en el himno Salve, Regina; menos aún es la cloaca inmunda de la que habla
con detalle el De contemptu mundi del papa Inocencio III, que, a finales del
siglo XV, seguía siendo uno de los libros más leídos por toda Europa. Las
Coplas manriqueñas lo expresan con claridad:
Este mundo bueno
fue
si bien usáramos
de él
como devemos,
porque, según
nuestra fe,
es para ganar
aquel que atendemos.
Al hablarnos de la muerte
ejemplar de un noble cristiano, las Coplas a la muerte de su padre, sin entrar
propiamente en su espacio, se acercan a las artes de bien morir, unos libros de
faltriquera o bolsillo que gozaron de gran popularidad desde la primera
imprenta hasta las medianías del siglo XVI. El interés de estos libritos, a los
que la crítica viene prestando especial atención en los últimos tiempos, radica
en que ofrecen un retrato preciso y precioso de la peculiar espiritualidad
europea entre el fin del Medievo y el advenimiento de la Era Moderna. La idea
de que existe una Buena Muerte cristiana ha arraigado definitivamente (En la
imagen, vemos una xilografía o grabado en madera de un ars bene moriendi
holandés impreso hacia 1460.)
En el siglo XV, la cultura experimentó un
desarrollo formidable, lo que explica la expansión del fenómeno de la
bibliofilia, esto es, el coleccionismo de libros y la formación de bibliotecas
privadas. En su forma más elemental, la bibliofilia se limita a la posesión de
uno o varios libros de pequeño formato, preferentemente de materia religiosa.
Lo común es que se trate de algún libro de horas, de un devocionario o de un
tratado de preparación para la Buena Muerte. (En la imagen, vemos la primera
página de un Arte de bien morir en lengua castellana, un libro impreso en
Zaragoza hacia 1480-1484. De esta edición se conserva un ejemplar único en la
Biblioteca de San Lorenzo de El Escorial.)
Esta nueva literatura religiosa venía a
satisfacer el apetito espiritual de un lector laico en un ambiente abiertamente
reformista, con sus temores y zozobras. Había razones para ello, ya que la
Iglesia acabó enfrentada y finalmente desmembrada; y, con ella, toda Europa.
Por otra parte, los conflictos entre las naciones cristianas y las guerras
civiles (por aquel entonces, denominadas ciudadanas) dejaban brechas abiertas y
hacían temer lo peor: que los musulmanes (ya fuese el moro expulso o el turco
otomano) pudiese recuperar el territorio recién reconquistado por los
cristianos. Peor, si cabe, era el anuncio de la inminente llegada del
Anticristo, un asunto del que venían ocupándose numerosos autores y que ahora
se abordaba en el Libro del Anticristo de Martín Martínez de Ampiés, impreso en
el taller zaragozano de Pablo Hurus en 1496. (En este grabado, se recoge el
momento en que el Anticristo es concebido como fruto de la relación prohibida
de un padre y una hija, de un fraile y una monja o de un íncubo y una doncella.)
Frente a tamaños peligros, no faltaban
figuras redentoras, escatológicas o mesiánicas, como los propios Reyes
Católicos (particularmente, Fernando de Aragón), su hijo el Príncipe don Juan
(muerto prematuramente para desgracia de España y la cristiandad entera) o su
nieto, el futuro Carlos V. A título individual, no obstante, lo mejor era estar
permanentemente preparado para encarar el tránsito a la otra vida, pues
nuestros últimos instantes son decisivos y podemos perderlo o ganarlo todo. A
ayudar al moriturus (y todos comenzamos a morir desde el momento en que venimos
a este mundo) vino el libro espiritual de pequeño formato: devocionarios,
libros de horas y artes de bien morir, que el noble podía leer o le podían leer
antes de entrar en batalla o en el lecho de muerte, por herida en el combate,
enfermedad o vejez.
Hemos partido de
un Dios, el del Nuevo Testamento, que a todos ama y da ejemplo al consentir su
muerte en la Cruz. Hemos atendido al carácter sacrificial del cristianismo en
la Eucaristía y nos hemos interesado por su reflejo en el bestiario divino; nos
hemos ocupado, en fin, del símbolo cristiano por excelencia: del hallazgo de la
Vera Cruz por santa Elena y de la sublimación de la Cruz por san Francisco y
los franciscanos y por santo Domingo y los dominicos. En último término, hemos
comprobado que el siglo XV fue decisivo para que cuajase la idea de que, tras
un vivir cristiano, la muerte debía ser igualmente cristiana. En ambos casos,
el modelo es el que a todos ofrece Jesús y, por extensión, el de los santos que
lo siguen e imitan. Por esa razón, el tránsito de la Edad Media al Renacimiento
abunda en obras ascéticas como los escritos de Gerson y Kempis, como las vitae
sanctorum y las artes de bien morir, libros que acompañan al caballero en su
lecho de muerte.
En el siglo XV, la bibliofilia fue ganando
adeptos entre los miembros de la nobleza más sensibles a la cultura. En España,
ése es el caso del primer marqués de Santillana y sus herederos, los condes de
Haro o los duques de Medinaceli, como lo ponen de
manifiesto los inventarios de sus libros y sus propias bibliotecas. Claro está
que ninguno de ellos llegó a igualar a Federico de Montefeltro, Duque de
Urbino, propietario de la primera biblioteca privada de toda Europa, en calidad
textual y material, en diversidad y cantidad de ejemplares. Uno de los grandes
libreros florentinos de la época, Vespasiano da Bisticci, lo ensalzó por su
prudencia, su bravura y sus vastos conocimientos, cimentados en la lectura de
sus libros.
Así, en todo su esplendor y magnificencia,
aparece el Duque de Urbino en un retrato datado hacia 1475 y atribuido a Juan
de Gante y al palentino Pedro de Berruguete (puede verse en la Galleria
Nazionale delle Marche de Urbino): en sus manos, hay un libro de su inmensa
biblioteca, en que sólo había espacio para manuscritos copiados en pergamino,
nunca para impresos; a su lado, aparece su tesoro más preciado, su hijo
Guidobaldo. Su atuendo militar, con su coraza y el yelmo a los pies, es el que
corresponde a cualquier caballero.
Parecido mensaje destila el retrato yaciente
de Rodrigo de Campuzano, comendador de la Orden de Santiago (fallecido en
1488). Por su condición de caballero, también viste atuendo militar, va armado
con su espada y arropado con una capa, con cota de malla y armadura completa;
y, como es preceptivo, tiene el yelmo a los pies. Un detalle que importa son
los tres libros in-folio que le sirven de almohada, formato idóneo para los más
diversos contenidos, ya se trate de títulos recomendados por los moralistas
para el consumo de la nobleza (la Biblia, obras legales y crónicas, que Alfonso
de Cartagena, obispo de Burgos, anteponía a cualesquier otros, o unos clásicos
greco-latinos romanceados en que se buscaba el non plus ultra de la Filosofía
Moral) o lecturas frívolas (novelas y versos trovadorescos, desaconsejados por
sus amoríos y locos devaneos). Así las cosas, Rodrigo de Campuzano aparece
caracterizado como caballero bibliófilo y, dada su madurez y por puro decoro,
como lector de obras provechosas. Por cierto, esta impresionante tumba se halla
en la Iglesia de San Nicolás el Real, en Guadalajara.
El túmulo de Íñigo López de Mendoza, conde de
Tendilla, se encuentra en la Iglesia de san Ginés de Guadalajara y resulta
peculiar en varios sentidos. El noble (muerto en 1479) lleva galas de
ricohombre semejantes a la de su abuelo, primer marqués de Santillana, según lo
retrató Jorge Inglés. El yelmo a sus pies, motivo recurrente en las obras
analizadas, resalta nuevamente su condición militar. El pequeño volumen que
tiene entre manos no alude, creo yo, a la afición de los Mendoza por los libros
y la cultura; más bien, es el reflejo de la atmósfera espiritual de toda una
época, con sus anhelos, sus temores y la implantación progresiva de la lectura
devota.
Las noticias sobre el libro y los lectores de
la época nos confirman que la posesión de libros fue, digámoslo así,
democratizándose. Como sabemos, la imprenta aceleró el proceso e hizo posible
que libros otrora reservados a las bibliotecas reales, nobiliarias o
eclesiásticas entrasen en la casa de profesionales con un poder adquisitivo
medio.
El primer libro que solía entrar en casa (con frecuencia, el único) era un tratado espiritual al gusto de la época (un Kempis, acompañado de la Meditatio cordis de Juan Gerson), un devocionario, un pasionario o un libro de horas, preferentemente romanceado. En manos de un ricohombre cabe imaginar cualquiera de estos títulos, aunque por esas fechas se trataría de un códice y no de un incunable, ya que, como hemos visto, el libro de molde no gozaba del prestigio del libro de mano. (La foto, en que el túmulo aparece en magníficas condiciones, es anterior a los años de la Segunda República y la Guerra Civil.)
El primer libro que solía entrar en casa (con frecuencia, el único) era un tratado espiritual al gusto de la época (un Kempis, acompañado de la Meditatio cordis de Juan Gerson), un devocionario, un pasionario o un libro de horas, preferentemente romanceado. En manos de un ricohombre cabe imaginar cualquiera de estos títulos, aunque por esas fechas se trataría de un códice y no de un incunable, ya que, como hemos visto, el libro de molde no gozaba del prestigio del libro de mano. (La foto, en que el túmulo aparece en magníficas condiciones, es anterior a los años de la Segunda República y la Guerra Civil.)
En último término, tenemos al célebre Doncel de Sigüenza,
muerto en 1486, a los veinticinco años, durante un combate contra los moros de
Granada. Dado que Martín Vázquez de Arce, que así se llamaba el heroico
personaje, era nada menos que comendador de la Orden de Santiago y falleció en
el campo de batalla, se le representa en traje militar: con espada y daga, con
cota de mallas y armadura que le cubre las piernas. Sobre el libro que lee (por
mucho que su postura, que muchos tienen por indecorosa, parezca desmentirlo),
repetiría lo dicho acerca del conde de Tendilla: aunque, dada su juventud, el
Doncel estaba en edad de leer novelas y cancioneros de tema amoroso, la
circunstancia impone el decoro y deriva la imaginación por los derroteros que
más y mejor convienen al caso. Si no se trata de alguno de los títulos ya
indicados, pensaría en cualquier otro ejemplo de literatura provechosa o
edificante.
Sólo los más afortunados, por su posición
social y su capacidad de leer, podían acompañarse de un volumen de faltriquera
(como los pequeños libros de horas en castellano impresos, al inicio del siglo
XVI, en los talleres parisinos de Thielmann Kerver o Simon Vostre). Los demás
harto tenían con encomendarse al Dios de la Cruz por medio de una oración o con
el recuerdo de alguna imagen: la de un Cristo magro en exceso (y hasta cadavérico)
tardogótico o renacentista; o la de un Cristo bello y hercúleo de época
barroca, como el Cristo de Velázquez (hacia 1632) o el Cristo de la Buena
Muerte o Cristo de los legionarios (hacia 1660) de Pedro de Mena.
En el futuro, serán los capellanes castrenses,
pertrechados únicamente con su portaviático y su crucifico, quienes ayuden a
bien morir a sus propios soldados, y hasta al enemigo. Tenemos un sinfín de
anécdotas relativas a los sacerdotes que la Compañía de Jesús asignó a la
Legión: un páter por bandera. Todos dejaron fama de valientes y uno, en
especial, de santo; por ello, no extraña que algunos recibiesen la cruz
laureada de san Fernando o la medalla militar individual, como tampoco
extrañará que el padre Huidobro llegue algún día a los altares. De todo ello
les hablaré en otra ocasión; por ahora, me conformo con que lean, si aún no lo
han hecho, el impresionante Diario de campaña de un capellán legionario (1976)
del Padre José Caballero. En los durísimos combates mantenidos en la Ciudad
Universitaria durante la Guerra Civil, y a pesar de su frágil salud, este
sacerdote cumplió a rajatabla con el voto de que un legionario jamás abandona a
otro legionario, herido o muerto, en el campo de batalla; es más, tampoco dudó
en acudir en auxilio de soldados del bando contrario que se hallaban en
idénticas circunstancias.
Un abrazo legionario.
ÁNGEL GÓMEZ MORENO
Catedrático de Literatura Española,
Universidad Complutense de Madrid
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