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60. Por tierras de Castilla (IV)



POR TIERRAS DE CASTILLA:

       EL SEÑORÍO DE MOLINA (IV)


Molina Castillo-Alcázar
El viajero sale de Guadalajara por la A2, en dirección Barcelona, cuando no eran las nueve de la mañana. Había hecho ese recorrido muchas veces en su vida. En agosto, no suele haber mucho tráfico, y enseguida llega a Alcolea del Pinar, cuya torre parroquial de Nuestra Señora del Rosario anuncia su proximidad  antes de llegar. Es una villa que, en los inviernos, suele estar frecuentemente cubierta por un manto muy espeso de nieve. Sin embargo, en verano, las pinedas son un lugar muy apropiado para pasar días agradables con los amigos y familiares y puede visitarse una casa, toda ella excavada en la roca, por un tal Lino Bueno a principios del siglo XX. (Lino se vio sin casa al terminar la guerra y pidió permiso al alcalde para hacerse una en un peñón que había en el centro del pueblo. Permiso que fue concedido, pensando que el señor Lino estaba loco. Sin embargo, sirviéndose solo de un pico y empleando las horas que le dejaba su jornada de trabajo, horadó el granito y se hizo una vivienda de dos plantas, tras duro esfuerzo de más de veinte años. Personas ilustres la han visitado. Entre ellas dos reyes: Alfonso XIII y Juan Carlos I).  Toma el viajero un café en un bar de la calle que cruza el pueblo y se dirige a Molina, su último recorrido de esta serie de viajes por su provincia.
Santa Clara

 El Señorío de Molina de Aragón y el Alto Tajo, sobre todo, es una zona de gran interés paisajístico. Nunca deja de sorprender al viajero por mucho que visite estos lugares. El viajero no es aficionado ni a la caza ni a la pesca. Pero quienes amen esta actividad, tienen donde recrearse. Y aquellos que gocen con el arte y la historia, seguro que no se aburren.  Y si son amantes de los ríos, aún quedan lugares donde pueden recrearse con algunas corrientes que, sin ser las del Tajo de Garcilaso, también corren puras y cristalinas. Conocer un lugar, una ciudad, significa “patearlos” muchas veces; y el viajero reconoce que es esta es la parte de su provincia que menos ha visitado, pero lo suficiente para recordar algunas impresiones.

                                           Nos fuimos a Molina
donde el río Gallo se rinde a la ciudad.
El arte se hace torre, alcazaba, defensa,
y reciedumbre, sus gentes que saben de amistad.
Al río seguimos,
y adornan girasoles el camino.
Se abre la garganta con sus olmos y álamos
y regatea el río hasta el santuario.
Torreones de piedra que solo labra el tiempo
–guerreros que defienden el silencio–.
La Virgen de la Hoz, desde la ermita,
se hace oración, retiro y bendición eterna.
Este profundo valle,
calvas de rocas hechas,
pinos, encinas, matorrales,
más silencio de álamos,
el río más callado
hasta que va a fundirse con el otro,
–angostura del tiempo y del espacio–,
transparente, en el Puente de San Pedro;
entre frondosos álamos, el Tajo.

El río Gallo. Puente románico

Santuario Ntra. Sra. De la Hoz
 Enfrentarse a la ciudad de Molina – aunque sea de reducidas dimensiones, tiene categoría de Muy Noble y Leal Ciudad,  capital y centro comercial del Señorío de Molina-Alto Tajo –, es dar un paso atrás en la historia. Lo primero que llama la atención  es el Castillo-Alcázar, fortaleza amurallada, de grandes dimensiones, y la Torre de Aragón. Asentados sobre una colina, dominan toda la ciudad y el valle del río Gallo. En el lugar, había un castro celtibérico con anterioridad. Pero los reyes de esta taifa tomaron al castillo como lugar de residencia en los siglos X y XI. El Cantar del Mío Cid, hace una referencia a esta taifa y al caíd Abengalbón, es decir, Ibn Galbun, del cual dice “tiene  Molina”. Caíd que se describe en el Cantar como amigo del Cid. Molina tiene una larga historia, que no viene al caso relatar en estos momentos. No es esa la intención del viajero, que, en recorridos como estos, se deja llevar más por lo que ve y por lo que siente. Y el objeto de lo uno y de lo otro era contemplar y sentir el románico de la zona de Molina de Aragón. 

El viajero aparca el coche muy cerca del río Gallo. Su agua – aunque no muy abundante –, discurre limpia como un cristal. Aún se conserva el Puente Románico, utilizado en la actualidad por los vecinos de la ciudad. Sus piedras son de arenisca rojiza como tantas otras construcciones de la provincia. El viajero no domina el deseo de acercarse a la orilla del Gallo, contemplarlo mucho más cerca y lavarse las manos en el agua.

El viajero detiene su vista en el castillo, el más grande amurallado de la provincia de Guadalajara, y uno de los mayores de España. Está en un estado de abandono conservado. Nada tiene que ver con el castillo desdentado – más bien derruido de Cogolludo –, también del siglo XI. El acceso principal a la Fortaleza tiene un arco de medio punto con torres a cada lado; y el castillo interior esta defendido por una gran muralla con numerosas torres.

La iglesia románica por excelencia de Molina es la de Santa Clara. Según los entendidos, rezuma esta iglesia buenas formas y sabiduría, frente al románico rural de la comarca. No abandona las normas de construcción cistercienses. Y el viajero contempla aquel reducto histórico de piedra rojiza, que respira medievalidad. Estando inacabada, es uno de los mejores ejemplos del románico tardío, pues fue construida en el siglo XIII. Inicialmente se llamó Parroquia de Pero Gómez, su patrocinador. La portada principal es una de las más bellas de la provincia de Guadalajara.

El viajero recorre la ciudad, el convento de San Francisco, sus calles, su plaza, cuyas construcciones tienen un aire muy parecido a las que rodean la plaza de su pueblo, Cogolludo: los típicos balcones, pero edificios de mayor altura (cinco pisos), que no han perdido el sabor de su historia. Es agradable la ciudad, como es bella su alma.

Y, al dirigirse al Santuario de Nuestra señora de la Hoz, tiene un recuerdo para la mujer que no le acompañará más porque Dios se la llevó a su lado y de la que escribió en ese lugar.

                          El río deja de lado el Santuario;
Molina se mira, coqueta y centenaria,
en las aguas que ofrece el río Gallo.
Paseo, viviendo la presencia de mi amada,
mi corazón, poema y verso; el río, plata.
Desciende el valle, amor amurallado,
y la piedra caprichosa esculpe el tiempo,
y me brota muy hondo el sentimiento
aunque lejos esté tu rostro amado.
Los álamos y chopos, los pinares
riman amor, dibujándome tu talle,
danzan sus ramas, susurran a mi paso
y oigo tu voz, amada, dulce y suave;
y están en mis labios las mieles de tus labios.
El río lleva mis versos en su cauce,
para ti, amor, en la paz del Santuario.

Me acompañaste, mi amada, otro año
cuando el girasol sonreía al estío
y el verano se atemperaba en el río
y aquel día el amor caminaba a mi lado.   
                                       
Con este recuerdo, el viajero se dirige al Santuario de Nuestra Señora de la Hoz, construcción del siglo XIII. Como todo santuario que se precie, tiene su leyenda. Un pastor encontró una imagen de la Virgen y en ese lugar se levantó la iglesia. Está situado a orillas del río Gallo, cuyo valle se viste de amarillo, debido a los campos de girasoles. Y así lo ha visto el viajero.

El Santuario está arropado por grandes monolitos de piedra labrados por el cincel de la naturaleza. El templo es sencillo, de planta rectangular, una sola nave, ábside y espadaña. En el interior, el camarín de la Virgen, San Blas y San Antonio.  Se puede visitar la gruta donde dice la tradición se apareció la Virgen al pastor.

 La naturaleza que rodea el santuario invita a quedarse. El río, que muere en el Tajo, refresca el cuerpo cansado del viajero. Los monolitos ciclópeos de granito cierran el otro lado del valle. Son verdaderamente monumentales.  

Y como era hora de la comida, en el restaurante que hay junto al Santuario, el viajero repone fuerzas para, tras un breve descanso al frescor del río y de los árboles, continuar el recorrido. Y, si el tiempo lo permitía, despedirse del Tajo en el Puente de San Pedro, donde se remansa y forma una balsa que rara vez carece de bañistas en el verano.
Corcuente (Alto Tajo
Entre dos pueblos cercanos, Ventosa y Corduente, se encuentra el Barranco de la Hoz, que llaman Puerta Natural del Alto Tajo. Un conjunto de montañas que se alzan como rascacielos, de color rojizo, y traza el río Gallo un cañón en forma de hoz. El viajero piensa que la naturaleza quiso hacer un homenaje al románico y a la hermosa ermita de orígenes templarios.  Desde el  mirador, el paisaje es digno de contemplarse –lo llaman la joya de Guadalajara –, y se puede seguir el vuelo majestuoso de las aves que pueblan los contornos. Un lugar para recordar. Como lo es también, en Zaorejas, las panorámicas sublimes del mirador del Tajo, muy cerca del Puente de San Pedro.

 Santa María de Buenafuente del Sistal
Entre Huertahernando y Villar de Cobeta, se encuentra el Monasterio de Santa María de Buenafuente del Sistal. Un lugar para retirarse del mundanal ajetreo, sitio de oración, soledad y retiro, donde las monjas cistercienses acogen a todo aquel que quiera tener una experiencia religiosa inolvidable.

Situado en un lugar encantador, a más de mil doscientos metros de altura, este monasterio románico cisterciense del siglo XIII se arropa con abundante vegetación y su patio tiene varios cipreses que recuerdan que la vida es un breve pasaje. La iglesia, apenas con vanos, invita al rezo y a la meditación. Por eso, en la tranquilidad de aquel lugar, sacó el viajero su cuaderno que siempre suele acompañarle en los viajes y, pensando en las monjas, escribió, quizás con nostalgia y con un sentimiento agridulce, y no sabe si con ese escepticismo que dan los años:

Pocas cosas me importan
y aún muchas menos me interesan.
Muy pocas me aportan,
o a nada me regresan
y en la inútil vanidad me opresan.

Regresar al pasado,
¡quién pudiera y fuera diferente!
No es libre el honrado
y, aunque falazmente,
lo crea, se equivoca cruelmente

porque hay circunstancias
que obligan frecuentemente al humano
que, por mucha arrogancias,
no dejan a su mano
si no un camino duro e inhumano.

Y llamamos error
a esa elección que creímos libre
y hecha por amor.
Nada hay que equilibre
la ley física y, en armonía vibre

con libertad humana,
que siempre será así circunstancial.
Por tanto, nada gana,
creerse sustancial
y absolutamente libre; filial

y fielmente te digo:
─ “Hombre, hay tanta acción elegida
que creímos, amigo,
antes de ser huída,
fuera libre, en la elección fingida,

porque las circunstancias determinan,
desgraciadamente, en el mal sentido
que, tantas veces, es el no querido...
Pasado el tiempo aquellas se abominan”.

Y el viajero –tras haber estado muy cerca de lo divino –, se dirige a contemplar el paisaje de La Riba de Saelices, donde el río Linares lloró, así como su Valle de los Milagros, la quema de toda la belleza natural que aquel alimenta y destruyó un pavoroso incendio que costó la vida al Retén de jóvenes de Cogolludo. Y no sabe el viajero si lloraría también la cercana Cueva de los Casares y sus más de doscientos grabados de arte rupestre.

Iglesia de Saelices
El viajero observa que la naturaleza sigue latiendo y se dirige a Poveda de la Sierra con la intención de ver su iglesia rural y el encanto que forma el río Tajo muy cerca del pueblo. Pasea por su plaza, bebe agua en una fuente que ha resistido todo los avatares de la historia, cruza un arroyuelo sin nombre porque todos los lugareños lo llaman el río, contempla la cascada del Tajo y los remansos de su curso, el azul más bello que ha contemplado en un río. La iglesia conserva el pórtico alto, las columnas de la entrada que adornan sus capiteles motivos vegetales y animales fantásticos de la mitología medieval; y la espadaña. Admira, así mismo, la estatua dedicada al ganchero que recuerda ese oficio, ya prácticamente desaparecido, de bajar, aguas abajo del Tajo, los troncos de los árboles.
Labros

Y, como su amigo Telesforo le sugirió que fueran más cortos sus escritos –desgraciadamente, parece ser que cuesta leer–, el viajero le obedece. Pero quiere recordar a todos que el resto del Alto Tajo es digno de verse: Peralejo de las Truchas, Chequilla, Checa, Orea, La sierra de Calderos, el Valle del Mesa, el Castillo de Zafra, el románico de Labros (su castillo, sus ruinas, sus referencias a Carlos III, el rey rico y de buen corazón);  Establés que nos muestra el castillo del duque de Medinaceli, Hinojosa que tiene una ermita, dedicada a Santa Catalina, de singular belleza ... Y acercarse a Trillo (el Tajo, sus cascadas, la parroquia de la Asunción, bello ejemplar renacentista; y descansar un día en el Balneario).

Castillo de Zafra
Hinojosa. Ermita de Sta. Catalina


Hinojosa (La ermita restaurada)
Y así se despide el viajero, desconociendo cuándo volverá a visitar estos lugares amados. El tiempo pasa y deja sus huellas; y Santa Cruz de Tenerife está lejos. Fue una elección del viajero vivir tan alejado de sus raíces, y no sabe si tal decisión tuvo que ver más con sus circunstancias vitales que con su libertad. Pero anima a quienes esto lean a conocer la provincia de Guadalajara. Seguro que no quedarán defraudados.

                            Mi provincia es hermosa,
                            distinta en cada parte de su tierra,     
                            labriega y señorial, planicie y sierra.
                            Austera y laboriosa,
                            divertida en sus fiestas;
                            con los patronos y vírgenes, piadosa;
                            con el viajero, buena y generosa.


                                        ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
                                        Maestro, profesor de Filosofía y Psicología 

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