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59. El caballero y la Buena Muerte

   
 


“El caballero y la Buena Muerte” (I)



En sus estudios sobre Ética, Max Scheler (1874-1928) concluyo que, en las figuras del héroe y el santo, que entregan generosamente su vida por los demás, tiene su referente primero cualquier comunidad humana. Aunque se trata de un principio con validez universal, por sí solo no alcanza a explicar cómo surgió y cuajó el ideal de la Buena Muerte en la Europa del Medievo tardío y temprano Renacimiento. De eso, precisamente, me ocuparé aquí y ahora.

Desde los años del Gran Cisma, la Iglesia inició una transformación que concluyó con la separación de los protestantes y la reafirmación de la ortodoxia católica en el Concilio de Trento (1545-1563). Los principales responsables de esa espiritualidad cambiante fueron los agustinos, como Tomás de Kempis (1380-1471), a quien prestaré especial atención, y Lutero (1483-1546). También hay que contar con otras dos órdenes que hicieron suya la Regla de san Agustín, basada en la vida contemplativa, el ascetismo y la pobreza: una, la de los frailes predicadores o dominicos, es obra del burgalés santo Domingo de Guzmán; otra, la de los jerónimos, surge igualmente en España y se extiende por tierras españolas y portuguesas gracias a Fray Pedro Fernández Pecha. En fin, esta nueva espiritualidad no se comprende sin la aportación de los frailes menores o franciscanos.

Ciertamente, la propagación de una idea en el seno de la comunidad cristiana habría sido difícil de no contar con religiosos exclaustrados de las órdenes mendicantes. Me refiero, en concreto, a los franciscanos y los dominicos, que nacieron en el ambiente catequista del IV Concilio de Letrán. Repasemos fechas: san Francisco fundó la orden que lleva su nombre en 1209 y santo Domingo la suya en 1216; por su parte, el encuentro lateranense, que tanta importancia tuvo para el adoctrinamiento de los fieles, se convocó en 1213 y concluyó en 1216. Gracias a ambas órdenes, y éste es un dato que desconoce la mayoría, se reafirmó el culto a la Cruz, convertida ya en símbolo cristiano por excelencia.

Las primeras comunidades cristianas sacaron provecho de la figura de algunos animales por el mensaje que transmitían y la carga simbólica que comportaban. Más adelante veremos los más importantes por su frecuencia; por ahora, nos quedamos con el pez, por ser el símbolo con que los primeros cristianos se reconocían e identificaban. La razón de ello es de sobra sabida: ichthys (‘pez’ en griego) es un acrónimo de Iēsoûs CHristós THeoû HYiós Sōtér: "Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador".

Tuvieron que pasar cientos de años para que las comunidades cristianas adoptasen la Cruz como símbolo de su fe. La primera data de referencia es el 14 de septiembre de 326, día en que, de acuerdo con la tradición, santa Elena encontró la Vera Cruz en Jerusalén, donde mandó buscarla tras la victoria de su hijo Constantino en la Batalla del Puente Milvio (312). Hasta donde sabemos, el culto al crucifijo se inició propiamente en 630, cuando el emperador Heraclio recuperó la Vera Cruz y se la devolvió a la ciudad de Jerusalén, de donde los persas la habían sacado. Luego, tras la victoria de Saladino sobre los cruzados en la Batalla de Hattin (1187), su pista se perdió por completo. La reaparición de la Cruz de Cristo fue ya en forma de astillas o fragmentos (Lignum Crucis), que, como preciadas reliquias, fueron y son custodiadas por sus afortunados propietarios.

Los franciscanos y los dominicos fueron determinantes en el desarrollo de este culto. A los seguidores de san Francisco hay que aludir porque se volcaron en la figura del Cristo más humano: el niño indefenso de la cuna, durante la Epifanía, y el hombre doliente de la Cruz, en la Pasión. No es raro que la devoción franciscana una ambos momentos y que el Niño Jesús se acompañe de los instrumentos con que lo torturaron y dieron muerte (primordialmente, la corona de espinas y el crucifijo). Por su parte, el dominico Jacobo de Vorágine o Varazze dio un formidable impulso al culto a la Cruz gracias a uno de los relatos (profundamente antisemita, por cierto) de su Legenda aurea (“Leyenda dorada”), un conjunto de vidas de santos que redactó entre 1250 y 1280. Cabe añadir que, en el Medievo tardío y aún en el temprano Renacimiento, la obra de Jacobo de Vorágine se copió e imprimió por toda Europa, en su original latino o traducida a diversas lenguas vernáculas. (En la foto, en el primer folio de un incunable [Colonia, 1490], se dice: “Incipit legenda sanctorum” [‘Comienza la leyenda de los santos’].)

Tras la Biblia, la primacía de la Legenda aurea en el mercado editorial sólo fue amenazada por la Imitatio Christi (“Imitación de Cristo”) del citado Tomás de Kempis. Si este libro, conocido más comúnmente por el nombre de su autor (el Kempis), acabó derrocando a la Legenda aurea fue porque los reformistas potenciaron su lectura, al tiempo que rechazaron el culto a los santos y el libro que de ellos se ocupaba. Por su parte, los católicos continuaron leyendo el Kempis y, entrado el siglo XVI, fueron dejaron a Jacobo de Vorágine en beneficio de otros hagiógrafos o escritores de vidas de santos. En España, se contó con un prosista en romance de la talla de Pedro de Ribadeneira (1526-1611), cuyo Flos sanctorum. Libro de las vidas de los santos (1599) se impuso sobre los demás libros de esa materia y gozó de un éxito editorial proyectado hasta el siglo XX (primero con las addenda de otros dos jesuitas, los padres Juan Eusebio Nieremberg y Francisco García, y, en el siglo XVIII, con las del carmelita Andrés López Guerrero). (En la imagen, vemos un ejemplar de la Universidad Complutense datado en 1671.)

La sublimación de la Cruz fue posible gracias a que las primeras comunidades cristianas potenciaron el carácter sacrificial de su fe; de hecho, fuera de la creencia en la Trinidad y en la naturaleza de Cristo, Mesías y Dios al mismo tiempo, ése es el aspecto en que el cristianismo o Ley Nueva se apartaba más claramente de su hermana mayor, el judaísmo, Ley de Moisés o Ley Vieja. La Eucaristía, el más antiguo y poderoso de los referentes cultuales de los cristianos, revive o renueva el sacrificio de Cristo con la humanidad entera durante la misa. Entiéndase bien: en ningún caso se puede decir recuerda ni, menos aún, representa, ya que la Eucaristía no es ni una recreación ni una representación; de hecho, con la Comunión los fieles introducen a Dios mismo en el cuerpo gracias a la transubstanciación.

Para los intelectuales cristianos, el advenimiento del Mesías y su muerte redentora estaban anunciados en numerosos pasajes del Antiguo Testamento (sus correspondencias con el Nuevo Testamento se establecían gracias al principio de la prefiguración o tipología bíblica), en los sabios y artistas de la gentilidad (como Virgilio, cuya Égloga IV, dedicada a Polión, estaría anunciando el nacimiento de Cristo) y en la propia naturaleza. Como he dicho, desde sus inicios, el cristianismo encontró correspondencia entre la conducta de los animales, reales o fantásticos, y la vida y muerte del Salvador. De particular importancia es el Physiologus, obra compilada entre los siglos III y IV que moraliza las vidas de los animales y las asocia con la vida de Cristo.

En el conjunto de la fauna divina, destacan aquellas especies animales que actúan de un modo parecido al de Jesús, que derramó su sangre por todos los hombres: que falleció, resucitó y subió a los cielos para situarse a la diestra del Padre. Ése, por ejemplo, es el caso del pelícano, que, de acuerdo con una leyenda difundida en el siglo I por Plinio el Viejo en su Historia Natural, resucita a sus hijos muertos con su propia sangre. Para hacer que la sangre brote, esta ave se inflige una herida en el pecho, momento recogido en un sinfín de grabados, pinturas y esculturas. (La talla que aquí ven pertenece al Paso del Cristo del Amor, de la Semana Santa de Sevilla, y fue realizada a finales del siglo XVII por Francisco Antonio Gijón y Sebastián Rodríguez.)

En clave moral o, más concretamente, cristiana se interpretan otros animales, como el cordero (el agnus Dei o cordero de Dios, imagen especialmente grata a los primeros cristianos), el ciervo (por ello, el anagrama de la Biblioteca de Autores Cristianos es precisamente un ciervo) o el ave fénix, especie ésta que cuenta con un único ejemplar. Hay, según dice su leyenda (y Plinio tiene de nuevo la culpa), una sola ave fénix, capaz de regenerarse o resucitar a partir de sus propias cenizas. Es decir, la inmolación del ave fénix al arrojarse a una pira en llamas no concluye con su muerte sino todo lo contrario: el animal resurge en toda su plenitud. Por ello, su leyenda, y no es de extrañar, se asoció muy pronto con la muerte y resurrección de Jesucristo. (De entre los testigos plásticos que conocemos, he escogido el del Bestiario de Aberdeen, copiado e iluminado en el siglo XII y actualmente conservado en la Universidad de Aberdeen, en Escocia.)

ÁNGEL GÓMEZ MORENO
Catedrático de Literatura Española, Universidad Complutense de Madrid

Revista Almas y cuerpos
Ministerio de la Defensa, nº 127.





























































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