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54. El Cosmos en su plenitud

       
GRACIAS AL SEÑOR RESUCITADO, 

                  ASÍ SERÁ EL COSMOS 

                EN LA PLENITUD ESCATOLÓGICA DE LOS HIJOS DE DIOS

Tenemos en la carta de Pablo a los Romanos un largo y denso pasaje (Rom 8,18-27) donde se habla de la esperanza de los cristianos en su futura vida de resucitados, mientras están sufriendo en el tiempo presente. Pablo se duele con gemidos entrañables por conseguir, mediante la resurrección, la liberación del cuerpo. También alude Pablo a que “la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto”. Es el ser humano, con su conducta desleal a la voluntad de Dios, el causante de que la creación, salida hermosa  y limpia de las manos del Creador, haya sido afeada y manchada a la fuerza por manos humanas. Aun cuando se mencionan a la par a los seres humanos y a la entera creación, solamente “nosotros poseemos las primicias del Espíritu” (8,23). ¿Qué significa esta frase tan lacónica? Pablo lo había aclarado antes: “Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (8,11). Nunca asevera Pablo la resurrección de la creación entera o de la naturaleza no humana; únicamente la resurrección de los cuerpos de los “santos”, sean cristianos o no.

Descartada la desaparición del universo en los tiempos últimos y definitivos, preguntamos interesados: ¿Cómo será el mundo de la plenitud escatológica de los hijos de Dios?
La gran novedad anunciada y profesada por el cristianismo es la transformación gloriosa del hombre temporal, a semejanza del Hombre nuevo, que es Jesús resucitado. Consiguientemente, el cosmos del futuro escatológico será hechura  de los hombres resucitados, como el mundo del momento presente lo es de los hombres de carne y hueso contemporáneos.

 Para apreciar la diferente relación que el mundo recibirá de los hombres transformados gloriosamente, recordemos las propiedades  o las dotes maravillosas de los cuerpos resucitados que el concilio de Trento señala, en su Catecismo Romano (1566), a la luz de Jesús resucitado: impasibilidad, claridad, agilidad y sutileza. El Catecismo Romano es plenamente consciente de que la intervención resucitadora de Dios comporta una transformación radical del ser humano histórico. A partir de dicha renovación antropológica, es desde donde el Catecismo Romano revisa los rasgos sorprendentes que Pablo y los Evangelios atribuyen a la figura del Resucitado: así, por ejemplo, se aclara,  desde la dote de la impasibilidad, el paso de Jesús de esta existencia,  de la que la muerte es el mayor dolor, a la vida sin dolor y sin muerte; o se explica, desde la dote de la claridad, el resplandor o la gloria que envuelve al Resucitado en sus apariciones a Pablo y a los Apóstoles, de modo que les costaba identificarlo con Jesús crucificado; o se ilustra, desde la dote de la agilidad, la ascensión del Resucitado a los cielos; o, finalmente, se esclarece, desde la dote de la sutileza,  la súbita y franqueante comparecencia del Resucitado en medio de sus Apóstoles reunidos a puerta cerrada.

 Con estas cualidades corpóreas, podremos vivir sin dolor y sin muerte (impasibilidad), desplazarnos en los espacios abiertos del universo a la velocidad de la luz (claridad), en todas las direcciones (agilidad) y venciendo la resistencia impenetrable de otros cuerpos (sutileza). Esta espiritualización de nuestro cuerpo permitirá a los bienaventurados habitar y disfrutar de todo el universo, o, mejor dicho, de todo el pluriverso, y no sólo del planeta tierra, de un modo incomparablemente superior al modo como vivimos ahora.

 Otro tanto habría que decir de la transformación que, mediante la resurrección, experimentarán nuestras almas. Todas las capacidades y habilidades desplegadas por nuestro espíritu en relación con la materia se verán centuplicadas en la vida futura. Podemos aplicar a la felicidad de los bienaventurados en relación con el cosmos lo que Pablo dijo refiriéndose únicamente a la felicidad de los bienaventurados por su comunión de vida perpetua con Dios y con Cristo: “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman” (1 Cor 2,9).

 La relación de los hombres actuales con la naturaleza está marcada en gran parte por la necesidad. En la vida celestial, en cambio, la relación con el cosmos por parte de los hombres bienaventurados estará caracterizada por la “pro-creación” gratuita y gratificante. La actividad del hombre en el mundo será una actividad más bien lúdica, como la que el AT asigna a la Sabiduría:

“Yo estaba junto a Él, como aprendiz; yo era su alegría cotidiana, jugando todo el tiempo en su presencia, jugando con la esfera de la tierra, y compartiendo mi alegría con los humanos” (Prov 8,30-31).

                                                                                                                                 EDUARDO MALVIDO
Maestro, catequista y teólogo

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