GRACIAS AL SEÑOR RESUCITADO,
ASÍ SERÁ EL COSMOS
EN LA
PLENITUD ESCATOLÓGICA DE LOS HIJOS DE DIOS
Tenemos en la carta de Pablo
a los Romanos un largo y denso pasaje (Rom 8,18-27) donde se habla de la
esperanza de los cristianos en su futura vida de resucitados, mientras están
sufriendo en el tiempo presente. Pablo se duele con gemidos entrañables por
conseguir, mediante la resurrección, la liberación del cuerpo. También alude
Pablo a que “la creación entera gime
hasta el presente y sufre dolores de parto”. Es el ser humano, con su
conducta desleal a la voluntad de Dios, el causante de que la creación, salida
hermosa y limpia de las manos del
Creador, haya sido afeada y manchada a la fuerza por manos humanas. Aun cuando
se mencionan a la par a los seres humanos y a la entera creación, solamente “nosotros poseemos las primicias del
Espíritu” (8,23). ¿Qué significa esta frase tan lacónica? Pablo lo había
aclarado antes: “Aquel que resucitó a
Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales
por su Espíritu que habita en vosotros” (8,11). Nunca asevera Pablo la
resurrección de la creación entera o de la naturaleza no humana; únicamente la
resurrección de los cuerpos de los “santos”, sean cristianos o no.
Descartada
la desaparición del universo en los tiempos últimos y definitivos, preguntamos
interesados: ¿Cómo será el mundo de la plenitud escatológica de los hijos de
Dios?
La
gran novedad anunciada y profesada por el cristianismo es la transformación
gloriosa del hombre temporal, a semejanza del Hombre nuevo, que es Jesús
resucitado. Consiguientemente, el cosmos del futuro escatológico será hechura de los hombres resucitados, como el mundo del
momento presente lo es de los hombres de carne y hueso contemporáneos.
Para
apreciar la diferente relación que el mundo recibirá de los hombres
transformados gloriosamente, recordemos las propiedades o las dotes maravillosas de los cuerpos
resucitados que el concilio de Trento señala, en su Catecismo Romano (1566), a la luz de Jesús resucitado:
impasibilidad, claridad, agilidad y sutileza. El Catecismo Romano es
plenamente consciente de que la intervención resucitadora de Dios comporta una
transformación radical del ser humano histórico. A partir de dicha renovación antropológica,
es desde donde el Catecismo Romano revisa los rasgos sorprendentes que
Pablo y los Evangelios atribuyen a la
figura del Resucitado: así, por ejemplo, se aclara, desde la dote de la impasibilidad, el paso de
Jesús de esta existencia, de la que la
muerte es el mayor dolor, a la vida sin dolor y sin muerte; o se explica, desde
la dote de la claridad, el resplandor o la gloria que envuelve al Resucitado en
sus apariciones a Pablo y a los Apóstoles, de modo que les costaba
identificarlo con Jesús crucificado; o se ilustra, desde la dote de la
agilidad, la ascensión del Resucitado a los cielos; o, finalmente, se
esclarece, desde la dote de la sutileza,
la súbita y franqueante comparecencia del Resucitado en medio de sus
Apóstoles reunidos a puerta cerrada.
Con
estas cualidades corpóreas, podremos vivir sin dolor y sin muerte
(impasibilidad), desplazarnos en los espacios abiertos del universo a la
velocidad de la luz (claridad), en todas las direcciones (agilidad) y venciendo
la resistencia impenetrable de otros cuerpos (sutileza). Esta espiritualización
de nuestro cuerpo permitirá a los bienaventurados habitar y disfrutar de todo
el universo, o, mejor dicho, de todo el pluriverso, y no sólo del planeta
tierra, de un modo incomparablemente superior al modo como vivimos ahora.
Otro
tanto habría que decir de la transformación que, mediante la resurrección,
experimentarán nuestras almas. Todas las capacidades y habilidades desplegadas
por nuestro espíritu en relación con la materia se verán centuplicadas en la
vida futura. Podemos aplicar a la felicidad de los bienaventurados en relación
con el cosmos lo que Pablo dijo refiriéndose únicamente a la felicidad de los
bienaventurados por su comunión de vida perpetua con Dios y con Cristo: “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni
al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman” (1
Cor 2,9).
La
relación de los hombres actuales con la naturaleza está marcada en gran parte
por la necesidad. En
la vida celestial, en cambio, la relación con el cosmos por parte de los
hombres bienaventurados estará caracterizada por la “pro-creación” gratuita y gratificante.
La actividad del hombre en el mundo será una actividad más bien lúdica, como la
que el AT asigna a la Sabiduría:
“Yo estaba
junto a Él, como aprendiz; yo era su alegría cotidiana, jugando todo el tiempo
en su presencia, jugando con la esfera de la tierra, y compartiendo mi alegría
con los humanos” (Prov 8,30-31).
EDUARDO MALVIDO
Maestro, catequista y teólogo
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