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54. Discurso CUR EP 2016 ( y 2)





 
 
 
 
 
 

3. Última etapa de la vida
Pero, volvamos al presente y a su horizonte propio, el de la última etapa de la vida.  
A finales del mes de abril, con Aurora me fui, nos fuimos, al balneario de Archena, Murcia: lodos de yermo y aislamiento que nos podía recordar los  monasterios paleocristianos de la Tebaida. En mi mente me veía como uno de los mil eremitas que San Pacomio gobernaba a toque de trompeta, en Egipto. Había sido legionario romano. Me llevé al balneario el libro de las Etapas de la vida de Guardini y me senté a releer y a reescuchar al genio humanista y teológico de nuestros años sesenta.
Lo que leí me apretó el ánimo de profesor y me resolví a soltaros algo de lo que allí dice Guardini para que la etapa final de la vida que os toca vivir alcance toda la dignidad y armonice con la música extremada que por gracia de Dios ha sido nuestra vida hasta hoy.
 
Con la senectud, perdemos la espontaneidad y la intensidad de lo que fueron nuestros impulsos vitales. Somos mayores. La fuerza y la profundidad de los instintos se nos reducen, los órganos nos empiezan a fallar, la finura de las percepciones de antaño decrecen en nosotros considerablemente (Ah, “ser vieja la casa es esto, veo que se va cayendo…”, mi amigo Baltasar del Alcázar). Se nos hace difícil  adaptarnos a las nuevas situaciones. Los procesos y los movimientos se nos han vuelto lentos. Una neblina de indiferencia  ha caído sobre nuestra existencia y su entorno. Se nos desdibuja el suelo sobre el que pisamos setenta, ochenta años.
Para desdicha nuestra y de la sociedad en que vivimos, la senectud carece de una función social. Socialmente es un grupo humano arrinconado, material de desecho, con el espacio de una papelera de despacho que de continuo se vacía. Una carga para la familia, para la sociedad y para el Estado. La guillotina de la eutanasia parece una respuesta obligada al problema que suscita la existencia de la etapa de la senectud en la sociedad. Algún día esto habría de cambiar. Papel nuestro puede ser el dar con esa función social, servicio debido a nuestros hermanos en la Creación, tan importante con el de producir y producir en la edad adulta. Servicio del que no podemos evadirnos. El servicio a la sociedad no tiene fecha de caducidad, es vitalicio. De esto dejamos constancia escrita en AFDA, nº 52. Así pensamos: “Es un deber y un bien moral al que nadie debe sustraerse mientras las fuerzas de la inteligencia o del brazo no se doblen”. Imperativo de por vida.
Pero, de hecho, hoy, somos un estorbo, un grupo social en proceso de decadencia y descomposición.
Hemos ido muriendo desde que nacimos. Automoribundia llamó Ramón Gómez de la Serna a su autobiografía. En cualquier momento puede la muerte dar con sus nudillos en nuestra puerta como lo hizo en la del Gran Maestre don Rodrigo Manrique. “En la su villa de Ocaña  / vino la muerte a llamar / a su puerta / diciendo: «Buen caballero, / dejad el mundo engañoso / y su halago; /vuestro corazón de acero,  /  muestre su esfuerzo famoso /en este trago” (La muerte siempre es un trago). Trago que hay que aceptar cristianamente, con voluntad clara e pura, para que no nos trague el progresivo hundimiento y la amargura de la última fase de la vida.
La aceite de la lámpara de esta etapa de nuestra vida se llama la sabiduría, el primero de los dones que le pedíamos a diario al Cielo al entrar en clase: “Oh, Dios mío, tú eres mi fortaleza y mi paciencia, mi luz y mi consejo, tú quien somete a mi autoridad los alumnos confiados a mi solicitud. Concédeme, para mi propio gobierno y el de mis alumnos, el espíritu de sabiduría…”. 
Habríamos de mirarnos en el espejo de nuestro patriarca Henoc, Henoc con hache, el del Génesis, el padre de Matusalén, el que “trataba con Dios” (Gen 2,22), quien “trató con Dios… y Dios se lo llevó”. Mi actual –mi caso- o vuestra próxima debilidad senil –el caso vuestro- solo pueden tener sentido en esta fase final de la vida si hemos ido aceptando la muerte desde niños. Desde niños venimos tratando con Dios y acercándonos a Él, manifiesto del todo tras la muerte. Ahora, en esta fase terminal de nuestra vida, el trato con la Divinidad habría de ser continuo, la oración seguida, sin interrupciones.
No que carguemos el día de viejas y nuevas preces, no, sino que afilemos nuestro espíritu de fe para verlo todo a su verdadera luz, mientras nos vamos convirtiendo en materia muerta y la vida se nos detiene y paraliza, que ya ni la preguntamos ni nos responde, “cuando se cierran las puertas de la calle y se apaga el ruido del molino, se debilita el canto de los pájaros, dan miedo las alturas, florece el almendro,  se arrastra la langosta y pierde su gusto la alcaparra, porque el hombre marcha a la morada eterna  y ya el cortejo fúnebre recorre las calles…” (Ecl 12,5ss). Dios par tout. La vieja presencia de Dios de las EE. CC.  hecha, al fin, plenitud, sabiduría. A la luz de esa presencia, todo es más que su inmediato sí mismo, todo tiene fondo y trasfondo y se revela misterioso, misterio. El misterio está presente en la entraña del ente, el cual no se reduce al traje que viste para aparecérsenos. El ser está hecho de misterio, es misterio. El filósofo que llevamos dentro lo percibe. Nuestra instancia y nuestra circunstancia, que diría Orizana, están saturadas, rezuman el maravilloso misterio de toda realidad. Es preciso que en la senectud, sobre todo, percibamos que todo rezuma Divinidad, que lo percibamos pues que rezuma.
Nosotros y nuestra circunstancia orteguiana somos como los bodegones que consagra el arte.  Un bodegón quieto y mudo, pero misterioso, cargado de maravilla interior, mucho más que lo inmediato que perciben nuestros sentidos y de lo que aparece en sí mismo. Tiene una profundidad. Hondura divina: encanto de belleza, resplandor de su verdad, el bien propio del pan nuestro de cada día.
Los bodegones de Giotto, de Leonardo da Vinci, de Alberto Durero, de Caravaggio, de Zurbarán,  la silla de Van Gogh, las cebollas de Cézanne… todo está iluminado por el arte y nos es perfectamente visible. Lo que se percibe a primeras y puede expresarse y lo inefable, que no está menos presente, pero no acertaremos a expresar, su misterio.
Yo he podido escribiros en AFDA sobre el misterio de la luz, el misterio del agua, el del fuego, el del aire, el del silencio… Todo lo ha tocado Dios y en todo resplandece la huella de sus manos y de su paso y providencia.
Y este misterio se nos vuelve más habitable ahora en la senectud. Nos hace sabios. El filósofo que llevamos dentro nos ha ido simplificando las cosas, descansamos en sus síntesis. Orizana ya alcanzó sin duda esta etapa-meta a sus cincuenta años, cuando nos decía sintetizando síntesis, que todo lo veía como un enorme símbolo, que todo, el cosmos, su persona, la nuestra…, instancias y circunstancias, todo le resultaba un enorme símbolo...
La sabiduría que se nos pide como artífices de la última etapa de la vida, en la enumeración de Guardini, ha de tener esta u otra metáfora. Realicémonosla. Demos plenitud a la etapa de nuestra senectud. Vivámosla apretando el paso tras el patriarca Henoc, el que trató con Dios, que Dios vendrá por nosotros. Amén. Maranatha.

Carlos Urdiales Recio
EP 2016

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