VIEJAS Cosas QUE SE CUENTAN EN CastrillO (viiI)
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El almendrero de Villadiego. Se
llamaba Emerenciano, de la familia de los Rigobertos, y era de la patria chica
del padre Feijoo, de Villadiego, provincia de Burgos. De chico decía que le tiraba
cantos, con su pandilla de amigos, a la estatua que el gran polígrafo tiene en
la plaza de su pueblo. No por apedrearle, nada de eso, sino por atinar y darle
en el solideo con el que tocaba su coco el benedictino (El padre de mi amigo José
Antonio de Lózar y el mejor de mis maestros, don Nazario G. Ramos, los dos de
Villadiego, amigos de la infancia, mantuvieron en su tiempo, honda en mano, a
principios del siglo pasado, la curiosa tradición infantil. Doy fe).
Emerenciano era de familia de almendreros. De
ella había aprendido y por eso, en cuanto montaba la mesa y mientras hacía
tintinear por primera vez el vaso de latón con un dado dentro, avisaba que no
se podía apostar más de una peseta por turno y que el juego se suspendería
concluida y liquidada la última apuesta, última a juicio del almendrero. Lo que
le había pasado a uno de sus hermanos, el Rigoberto Chico, almendrero como él, en Sordillos o en Padilla de Arriba, que
no quería recordar bien, le obligaba a poner unos linderos que hicieran de
regla de hierro a su juego.
El juego era muy sencillo.
Sobre la mesa había seis cartas pegadas al tablero con engrudo. A cada carta le
correspondía un número de los seis del dado. El almendrero agitaba el cubilete
con musiquilla vibrante que oían sin duda jugadores, indecisos, vecinos del
pueblo y forasteros, perros y caballerías que hubiera. Con un golpe seco lo colocaba boca abajo
sobre la mesa, el dado dentro. Era el momento de apostar una perra chica, una
gorda, varias… colocándolas sobre la carta preferida. El almendrero le cantaba
entonces a la buena suerte con refranes,
letrillas del caso, versos… que interrumpía en seco para sacudirse al niño
chico que se acodaba en la mesa, al que se pegaba demasiado…: ¡Niño, quita… mocoso, vete de una vez! Y
seguía su canto a la almendra garrapiñada traída del mismo Alicante y a la
buena suerte de esta tierra de cristianos de bien.
Levantado en bote, al número
premiado le daba el almendrero cinco veces el importe en almendras o en
metálico. El resto, lo que hubiera sobre las cartas, para el almendrero.
Lo que sólo una vez contó el
almendrero que venía a Castrillo era que al Rigoberto Chico, su hermano, le
pasó que uno de Lantadilla o de Sesamón (Emerenciano no quería señalar), por no
tener límite en las apuestas y mantener el tipo, le fue ganando a su hermano cuanto
tenía, almendras y dinero –le sonreía la suerte al mala sangre. Llegó un
momento en que al Rigoberto Chico no le quedaba más que la mesa. Se la jugó. El
muy orgulloso de Lantadilla o de Sesamón (el Emerenciano no quería señalar) le
ganó también la mesa y delante de todo el pueblo en fiesta le dio unas patadas a
la mesa del almendrero, la lanzó lejos, y se la destrozó.
Esto lo contó una vez en
confianza el almendrero de Castrillo porque le dieron la murga por lo de
ponerle límites a las apuestas. Dio la razón, que era esta. La raya estaba bien
puesta entre aquellas bravas gentes. Que entre las buenas siempre tiene que
haber el garbanzo negro por el que muchos piensen que no son tan buenas, sino
atravesadas de nacimiento, que, al venir al este mundo, nacieron no de cabeza
ni de nalgas sino, eso, atravesadas, que vea usted lo que es un parto así y lo
que trae consigo, si es que das con un atravesado, quizá uno de Lantadilla o de
Sesamón o vaya usted a saber de qué mala sangre de pueblo.
Madrileño
del Puente de Vallecas
Mochil en Castrillo en el
verano de 1939
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