Y AÚN HABLAN DE LA GUERRA CIVIL
“¡Qué horrible es la guerra,
-murmuró, terminando, el
anciano su charla,
de sobriedad épica,
con las frases a tajo
cortadas-.
La guerra, pillaje sin ley y sin freno,
que incendia y que roba, que hiere y que mata
con placer voluptuoso de sangre.
Heridos que sangran,
doncellas sin honra,
trigales que granan entre amapolas, pequeños y ralos,
y la hoz no aguardan.
Los mozos que parten
y madres que lloran las continuas lágrimas”.
Unas con mantones,
las otras con capas,
envolviendo los viejos las
carnes…
Los mozos miraron
a las mozas con ojos en
ascuas
-mirada tranquila, sabrosa
y roncera,
como una caricia de casta
esperanza-
y entrevieron el fruto
divino
que en los ramos de amor
maduraban
para ellos, para ellos…
Al salir se taparon la
cara,
del cierzo, que helado
crujía en la vega,
flagelando feroz secas
ramas.
Y se fueron todos
por la callejuela torcida
y callada.
Las mujeres cerraron las
puertas,
echando cerrojos y
aldabas.
Los mozos miraron los
bueyes,
que tumbados los yeros
rumiaban
con placer voluptuoso y
tranquilo
al compás de la testa
cargada.
Echaron un pienso a las
mulas,
y vieron también la tenada
silenciosa, hundida
en la noche de luna de
plata,
que algún tintineo
de la blanca cancina
turbaba.
La aldea dormía
bajo resplandores de la
noche clara.
¡Qué hermosa la paz de los
campos!
¡Qué dulce la paz de las
almas!
¡Qué ricos los pueblos que
duermen
entre vahos calientes de
vacas
y el olor de la troj
rebosante,
y el perfume del vino que
salta,
y el amor de los mozos
garridos,
y los lindos rubores de
doncellas castas
en un clima de fe que
redime,
y en sus vuelos las almas
levanta!
Unos estampidos…
El valle se asusta. La
aldea se espanta.
La paz de la noche
tranquila
se rasga,
como un manto de seda y de
perlas,
que un perro mordiera con
rabia.
Los plomos arrecian;
ya parece infernal
granizada,
que pare una nube parduzca
y siniestra,
y en alas del ábrego
sañudo cabalga.
La aldea despierta.
Antón ha subido a tocar la
campana
y repiquetea nervioso y
con fiebre.
Llora el campanario. Se
agitan tremendas las casas.
Titilan las luces detrás
de los vidrios.
El tio Chiquilón de su arca,
ha sacado un trabuco
mohoso.
Lupercio sacó la navaja,
Pasada una hora
Lupercio sacó la navaja,
larga como un sable,
con que a los raposos
desgarró la entraña.
Gregorio una reja,
con filo cortante de
espada,
que forjó Serapión en el
yunque
con brazo robusto, cíclope
de fragua.
Tras él va corriendo
Amancio, de mozos la cifra
y la gala,
el que sabe de surcos muy
rectos,
como estelas de amor y
esperanza;
que sabe de coplas,
que se cuelgan en una
ventana,
como flores divinas,
donde anida el amor y sus
gracias.
En un punto la aldea se
enciende,
es broncíneo brasero de
plaza.
Ludivina ruge
y se mesa el cabello
alocada,
maldiciendo la guerra, ya
lívida,
presagiando su negra
desgracia.
Ya los resplandores
envuelven la aldea,
ya los fusileros llegan a
las tapias.
Se oyen las blasfemias,
suenan las descargas.
Una nube de humo
envuelve los huertos, las
calles, la plaza.
En el campanario,
en la zona limpia, lloran
las campanas.
Arden los heniles,
con blancuzca llama;
en el tibio establo
mugen unas vacas;
aúllan los perros,
los corderos balan.
Los ayer son dardos,
las voces son llamas.
Lupercio, y Gregorio, y
Amancio
cerraron sus ojos,
su sangre los baña.
Cayeron los hombres
honrados y buenos…
La guerra triunfante
adelanta,
de lívidas carnes,
sus ojos en brasas,
encrespados sus ojos
desnudos,
respirando la muerte su
entraña.
En la aldea están ya sus
abortos
realizando su empresa
nefanda.
Se han roto las puertas,
se allanaron sagradas
moradas,
se llevaron las reses más
pingües,
se robó lo mejor de las
arcas,
se insultó sin piedad a
los viejos,
se ultrajó a las esposas
honradas
y un infame se fue a
Ludivina,
la flor de la aldea más
pura y galana.
Pero ella ha podido
huir de sus garras
y, bebiendo la sangre de
Amancio,
en el pecho clavó la
navaja.
volvió la alborada
y no vio más que ruinas y
muertos,
dolores e infamias.
¡Maldita la guerra!
¡Maldito quien diga tan
negra palabra!
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